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Medio Oriente, la guerra que viene

Miércoles, 22 de noviembre de 2017 00:00

Medio Oriente es la zona más conflictiva del planeta.

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Medio Oriente es la zona más conflictiva del planeta.

A partir de la guerra árabe-israelí de 1948, que tuvo sendas reiteraciones en 1967 y 1973, la región atraviesa un estado de guerra permanente. La guerra entre Irak e Irán, entre 1981 y 1988, en la que Estados Unidos apoyó a Sadam Husseim para enfrentar al régimen del ayatollah Khomeini, la primera guerra del Golfo en 1991 y la intervención militar norteamericana en Irak en 2003, con las que Washington se desembarazó de su antiguo aliado, fueron los hitos más relevantes de una historia en que cada conflicto suele dejar como herencia las condiciones para la aparición del siguiente.

De allí que el colapso de ISIS, cuya base territorial fue literalmente destruida, haya sido acompañado de inmediato por una cadena de acontecimientos que indican el signo de la nueva confrontación que se avecina, cuyos dos protagonistas principales son dos ancestrales adversarios: Arabia Saudita, cuna del Islam sunita, e Irán, ariete de la expansión chiita.

Siria e Irán

La destrucción del Califato supuso el fortalecimiento en Siria del régimen de Bashar al-Assad, expresión de la minoría "alawita", una cofradía religiosa próxima a los chiitas iraníes.

Irán también controla el gobierno chiita de Irak y tiene una influencia decisiva en El Líbano, a través de las milicias de sus correligionarios de Hezbollah.

Esa expansión en el corazón del mundo árabe sunita representa una amenaza a dos puntas: contra Israel, cuyas fronteras están ahora expuestas a la acción de la Guardia Republicana iraní, aposentada en Siria para combatir al ISIS, y contra las monarquías petroleras sunitas del Golfo Pérsico, que observan con preocupación el avance de su secular enemigo.

Desde el estallido de la "primavera árabe" en 2010, la región tuvo dos caras. Una, los estallidos de la violencia en los países con regímenes autocráticos de raíz nacionalista y laica, entre ellos Egipto, Túnez, Libia y Siria.

La contrapartida fue la prosperidad económica de las monarquías petroleras: Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Qatar. En ese lapso, la región se convirtió también en el principal exportador mundial del terrorismo islámico.

Guerras por delegación

La etapa que termina estuvo signada por las "guerras por delegación", libradas en terceros países por ejércitos que recibían apoyo de otras potencias en pugna. El peligro que se avecina es la confrontación directa entre los contendientes reales.

Arabia Saudita amenazó con atacar a Irán en represalia contra el "acto de guerra" que, a su juicio, implicó el misil lanzado por los rebeldes huthis, un grupo insurgente de Yemen financiado por Teherán, contra el aeropuerto de Ryad, que fue interceptado por la defensa aérea saudí con uno de los cohetes de última generación tecnológica provistos por Estados Unidos.

Yemen atraviesa desde 2015 una guerra civil que enfrenta a las tropas sunitas leales al presidente Abd Rabbuh Mansur al-Hadi, apoyado por Arabia Saudita, con las milicias huthies, que profesan el "zaidismo" (una variante islámica afín al "chiísmo"), patrocinadas por Irán. Arabia Saudita lidera una coalición árabe que estableció un implacable bloqueo alrededor de la región ocupada por los huthies. El resultado es una dramática crisis humanitaria: las Naciones Unidas señalaron que, a raíz de ese bloqueo, más de siete millones de yemeníes se encuentran al borde de la hambruna.

Lo de Yemen está vinculado con lo que ocurre de El Líbano, cuyo primer ministro Saad Hariri, miembro de un gobierno de coalición integrado por representantes de la comunidad cristiana maronita y delegados de Hezbollah, renunció a su cargo y pidió asilo en Arabia Saudita, tras denunciar amenazas contra su vida lanzadas por la organización guerrillera chiíta.

Thamer al- Sabhan, responsable saudita de los asuntos del Golfo Pérsico, denunció que Hezbollah "le había declarado la guerra a Ryad". Francia, antigua potencia colonial, intenta mediar en la crisis.

La nueva Triple Alianza

Todo esto ocurre mientras Arabia Saudita se ve sacudida por un terremoto político: el flamante heredero del trono, Mohammed bin Salman, a quien por obvias razones de comodidad la prensa occidental optó por bautizar como "MBS", desencadenó una inédita purga, que llevó a la cárcel a once príncipes, 200 funcionarios y algunos de los más acaudalados empresarios del reino, acusados de corrupción, al tiempo que enfatizó la decisión de promover la modernización de la economía y la defensa de un "Islam moderado", distante del extremismo fundamentalista.

El nuevo hombre fuerte del reino más poderoso del mundo árabe reconoció implícitamente la verosimilitud de las acusaciones lanzadas desde hace años acerca del involucramiento de ciertos sectores del influyente clero sunita saudita en la financiación de las actividades del terrorismo islámico, en particular del ISIS. Esa colaboración contó con la tolerancia encubierta de las autoridades sauditas, porque la amenaza de ISIS distraía los esfuerzos de sus enemigos iraníes. Pero esas sospechas de complicidad conspiraban contra la necesidad de Ryad de fortalecer su alianza estratégica con Estados Unidos, que había sido erosionada por el acuerdo nuclear estadounidense-iraní suscripto por Barack Obama.

La llegada del magnate Donald Trump a la Casa Blanca, unida a la desarticulación de ISIS y al creciente expansionismo iraní, llevó a Ryad a impulsar este giro copernicano que modifica el tablero geopolítico regional.
Trump, quien obsesionado por desarmar la herencia de Barack Obama pretende sobreactuar un endurecimiento de Washington con Teherán, aprovechó esta oportunidad para reflotar los antiguos vínculos de los Estados Unidos con la monarquía saudita.
 De paso, ese acercamiento le permitió concretar una billonaria venta de armas norteamericanas para mejorar el sistema de defensa de Arabia Saudita y reactivar la industria bélica estadounidense.

No hay enemigos permanentes

La diplomacia estadounidense, que también recela de la presencia de Rusia en Siria y de los lazos de amistad anudados entre Teherán y Moscú, alimentados por el apoyo que ambos gobiernos brindan a Al Assad y por la ofensiva conjunta desarrollada contra ISIS, intenta también oficiar como puente para un acuerdo subterráneo, tan inevitable en la realidad como imposible de reconocer en la superficie, entre Arabia Saudita e Israel.
Ryad y Tel Aviv ya no pueden darse el lujo de actuar como si fueran enemigos. Ambos se necesitan mutuamente para contener a Irán.
 Las circunstancias colocan a Washington como el eje de una triple alianza estadounidense-saudita-israelí.
Benjamín Disraeli, el célebre primer ministro británico de la reina Victoria, lo dijo con claridad: “los países no tienen ni amigos ni enemigos permanentes.
 Tienen intereses permanentes”. Mohammed bin Salman parece haber aprendido esa lección.
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