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Con “La casa de los veinte mil libros”, una historia real y fascinante del siglo XX

El periodista Sasha Abramsky recrea un mundo perdido de gente, libros e ideas que llenaban la casa de sus abuelos, combinando cuatro tipos de historia: la familiar, la política, la judía y la literaria.
Sabado, 04 de noviembre de 2017 21:58

No son fáciles los libros que escriben sobre libros o sobre escritores. 
Una de las figuras más recurrentes es la del gran lector, el sabio humanista poseedor de formidables bibliotecas, de universales saberes y de vasta erudición: pocas cosas me resultan más provincianas que vanagloriarse por tener una buena biblioteca o por hablar varias lenguas. 
George Steiner, por mencionar el primero que se me cruza por la cabeza, es un ejemplo de este tipo de impostura sin interés. 
Hay también novelas que mitifican la escritura o la lectura o el campo intelectual. Roberto Bolaño hizo su fondo de comercio con ese asunto: ir a un taller literario se convierte en sus libros en un asunto intenso -allí la gente se enamora, vibra, incluso puede ser muerta o desaparecida-, en fin qué decir... Podría dar más ejemplos, pero mejor es reparar en las excepciones, en quienes logran, en ese horizonte -el horizonte del libro dentro del libro- hacer obra, hacer crujir al libro, sacarlo de cauce y provocar efectos impensados. 
Entre nosotros, sobresalen las novelas y relatos de Matías Serra Bradford, porque le agrega al efecto inocuo del “amor a los libros” una buena dosis de malicia, de competencia malsana, de pulsiones agrias y de egoísmo. La erudición es, para mí, eso, ante todo eso y nada más que eso. 
En España, la editorial Periférica viene publicando una notable serie de libros sobre el tema. Primero fue “La librería ambulante”, de Christopher Morley, novela que los suplementos culturales peninsulares adjetivaron como “deliciosa”, pero que en verdad es una agudísima reflexión sobre la consolidación del capitalismo norteamericano. 
Luego -en coedición con la editorial Errata Naturae- publicó “Leer”, de André Kertész, un clásico de modernidad fotográfica, y más recientemente -ya disponible en las librerías argentinas- “La casa de los veinte mil libros”, de Sasha Abramsky, que corre el riesgo de caer en todos los vicios mencionados más arriba y que, sin embargo, los evita uno a uno, como quien salta airoso de precipicio en precipicio, para desembocar en un fresco crítico de dos de los grandes temas culturales de la primera mitad del siglo veinte: la izquierda y el judaísmo.
“La casa de los veinte mil libros” cuenta la historia del abuelo del autor, llamado Chimen Abramsky, uno de los más grandes -sino el más grande- acopiador, o también bibliómano, o también coleccionista de libros de izquierda y de temas judíos. 
Hijo de un rabino ortodoxo enviado por Stalin a Siberia -de donde logró sobrevivir-, Chimen desafió, a medias, el mandato familiar y ya en la URSS comenzó sus lecturas del marxismo, que lo llevaron en Londres a convertirse en una autoridad en el tema. Su casa era una fuente de incunables: cartas originales de Marx y su carnet de miembro de la Primera Internacional, biblias del 1500, periódicos de la Comuna de París, ediciones antiquísimas de Spinoza, y miles y miles de libros más. 
Por supuesto, llegados los años 60 Chimen dejó atrás el PC y se volvió liberal y académico, sin dejar nunca su espíritu radical: la de pensar a los textos y a su envoltorio -los libros- como una marca del malestar de la época.
Cada capítulo toma como referencia una de las habitaciones de la casa de Abramsky en el número 5 de la calle Hillway, zona de Londres no lejana al cementerio en el que descansa Marx (no: Marx nunca descansa), en el que Chimen vivió décadas junto a su mujer, Miriam, mientras viajaba a subastas de libros raros sobre temas judíos contratado por Sotheby’s, tasaba bibliotecas por media Europa, Israel y los Estados Unidos, compraba y vendía libros incunables, se hacía amigo de Eric Hobsbawm, Giangiacomo Feltrinelli o Isaiah Berlin, agradecía homenajes, recibía casi diariamente amigos -intelectuales, profesores, libreros- con los que discutía hasta la madrugada, se hacían documentales sobre su vida, formaba una generación de nuevos bibliómanos, acumulaba más y más y más libros increíbles y charlaba con su nieto Sasha, que le rembolsó el gesto con un libro que, a medida que se avanza en la lectura, se vuelve inolvidable.
Nacido en 1916 cerca de Minsk, la vida y la biblioteca de Chimen Abramsky expresa, como pocas, las principales tensiones de una época, tal vez, ya pretérita: la época en que se creía que los libros podían cambiar el mundo. O la vida. Hoy eso ocurre con un solo género -el de autoayuda, al que ahora el marketing trocó su nombre por el de “superación”-, que delata la estupidez ambiente y provoca, al menos en este modesto reseñista, un desánimo inenarrable. 
Se dirá -seguramente con razón- que la época de Abramsky es la de la tragedia sin fin, la del Holocausto y Stalin. Pero también fue la última época en la que leer era sinónimo de correr un riesgo; la última época en que era inaceptable la explotación del hombre por el hombre. Enzo Traverso, en “Mélancolie de gauche” (“Melancolía de izquierda”, todavía no traducido al castellano), libro que habría que leer en cruce con el de Sasha Abramsky, describe nuestro tiempo como el que ya no solo impide ser de izquierda, sino que obtura hasta la propia nostalgia de esa tradición. No nos queda ni siquiera la melancolía.
Pero en “La casa de los veinte mil libros” no hay nostalgia, hay en cambio tensión: la tensión entre marxismo y judaísmo, entre socialismo y sionismo, entre erudición y mercado, entre biblioteca y vida cotidiana, entre militancia y dogmatismo, entre neurosis y felicidad.
En 1976 al entierro de su padre, el rabino Yehezkel Abramsky, acudieron más de cuarenta mil personas en Jerusalén. A romper con la tradición de su padre es, tal vez, aquello a lo que Chimen dedicó su vida. Marxista que comía solo kosher, luego liberal que siguió comiendo kosher, en la evidente ruptura con su padre había también otra evidente línea de continuidad: la de la tradición del libro. La de la interpretación infinita. La del pasado como un yacimiento de preguntas irresueltas en el presente. 
Sasha Abramsky cita una sola vez y al pasar a Walter Benjamin, pero es inevitable pensar en la figura benjaminiana del coleccionista como aquel que tiene la capacidad redentora de suspender el tiempo. El libro en el pasado, pero también el futuro, como testigo del futuro, para utilizar la hermosa fórmula de Pierre Bouretz.
Chimen Abramsky murió el 14 de marzo de 2010, el mismo día de la muerte de Karl Marx, ciento veintisiete años después.
 

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No son fáciles los libros que escriben sobre libros o sobre escritores. 
Una de las figuras más recurrentes es la del gran lector, el sabio humanista poseedor de formidables bibliotecas, de universales saberes y de vasta erudición: pocas cosas me resultan más provincianas que vanagloriarse por tener una buena biblioteca o por hablar varias lenguas. 
George Steiner, por mencionar el primero que se me cruza por la cabeza, es un ejemplo de este tipo de impostura sin interés. 
Hay también novelas que mitifican la escritura o la lectura o el campo intelectual. Roberto Bolaño hizo su fondo de comercio con ese asunto: ir a un taller literario se convierte en sus libros en un asunto intenso -allí la gente se enamora, vibra, incluso puede ser muerta o desaparecida-, en fin qué decir... Podría dar más ejemplos, pero mejor es reparar en las excepciones, en quienes logran, en ese horizonte -el horizonte del libro dentro del libro- hacer obra, hacer crujir al libro, sacarlo de cauce y provocar efectos impensados. 
Entre nosotros, sobresalen las novelas y relatos de Matías Serra Bradford, porque le agrega al efecto inocuo del “amor a los libros” una buena dosis de malicia, de competencia malsana, de pulsiones agrias y de egoísmo. La erudición es, para mí, eso, ante todo eso y nada más que eso. 
En España, la editorial Periférica viene publicando una notable serie de libros sobre el tema. Primero fue “La librería ambulante”, de Christopher Morley, novela que los suplementos culturales peninsulares adjetivaron como “deliciosa”, pero que en verdad es una agudísima reflexión sobre la consolidación del capitalismo norteamericano. 
Luego -en coedición con la editorial Errata Naturae- publicó “Leer”, de André Kertész, un clásico de modernidad fotográfica, y más recientemente -ya disponible en las librerías argentinas- “La casa de los veinte mil libros”, de Sasha Abramsky, que corre el riesgo de caer en todos los vicios mencionados más arriba y que, sin embargo, los evita uno a uno, como quien salta airoso de precipicio en precipicio, para desembocar en un fresco crítico de dos de los grandes temas culturales de la primera mitad del siglo veinte: la izquierda y el judaísmo.
“La casa de los veinte mil libros” cuenta la historia del abuelo del autor, llamado Chimen Abramsky, uno de los más grandes -sino el más grande- acopiador, o también bibliómano, o también coleccionista de libros de izquierda y de temas judíos. 
Hijo de un rabino ortodoxo enviado por Stalin a Siberia -de donde logró sobrevivir-, Chimen desafió, a medias, el mandato familiar y ya en la URSS comenzó sus lecturas del marxismo, que lo llevaron en Londres a convertirse en una autoridad en el tema. Su casa era una fuente de incunables: cartas originales de Marx y su carnet de miembro de la Primera Internacional, biblias del 1500, periódicos de la Comuna de París, ediciones antiquísimas de Spinoza, y miles y miles de libros más. 
Por supuesto, llegados los años 60 Chimen dejó atrás el PC y se volvió liberal y académico, sin dejar nunca su espíritu radical: la de pensar a los textos y a su envoltorio -los libros- como una marca del malestar de la época.
Cada capítulo toma como referencia una de las habitaciones de la casa de Abramsky en el número 5 de la calle Hillway, zona de Londres no lejana al cementerio en el que descansa Marx (no: Marx nunca descansa), en el que Chimen vivió décadas junto a su mujer, Miriam, mientras viajaba a subastas de libros raros sobre temas judíos contratado por Sotheby’s, tasaba bibliotecas por media Europa, Israel y los Estados Unidos, compraba y vendía libros incunables, se hacía amigo de Eric Hobsbawm, Giangiacomo Feltrinelli o Isaiah Berlin, agradecía homenajes, recibía casi diariamente amigos -intelectuales, profesores, libreros- con los que discutía hasta la madrugada, se hacían documentales sobre su vida, formaba una generación de nuevos bibliómanos, acumulaba más y más y más libros increíbles y charlaba con su nieto Sasha, que le rembolsó el gesto con un libro que, a medida que se avanza en la lectura, se vuelve inolvidable.
Nacido en 1916 cerca de Minsk, la vida y la biblioteca de Chimen Abramsky expresa, como pocas, las principales tensiones de una época, tal vez, ya pretérita: la época en que se creía que los libros podían cambiar el mundo. O la vida. Hoy eso ocurre con un solo género -el de autoayuda, al que ahora el marketing trocó su nombre por el de “superación”-, que delata la estupidez ambiente y provoca, al menos en este modesto reseñista, un desánimo inenarrable. 
Se dirá -seguramente con razón- que la época de Abramsky es la de la tragedia sin fin, la del Holocausto y Stalin. Pero también fue la última época en la que leer era sinónimo de correr un riesgo; la última época en que era inaceptable la explotación del hombre por el hombre. Enzo Traverso, en “Mélancolie de gauche” (“Melancolía de izquierda”, todavía no traducido al castellano), libro que habría que leer en cruce con el de Sasha Abramsky, describe nuestro tiempo como el que ya no solo impide ser de izquierda, sino que obtura hasta la propia nostalgia de esa tradición. No nos queda ni siquiera la melancolía.
Pero en “La casa de los veinte mil libros” no hay nostalgia, hay en cambio tensión: la tensión entre marxismo y judaísmo, entre socialismo y sionismo, entre erudición y mercado, entre biblioteca y vida cotidiana, entre militancia y dogmatismo, entre neurosis y felicidad.
En 1976 al entierro de su padre, el rabino Yehezkel Abramsky, acudieron más de cuarenta mil personas en Jerusalén. A romper con la tradición de su padre es, tal vez, aquello a lo que Chimen dedicó su vida. Marxista que comía solo kosher, luego liberal que siguió comiendo kosher, en la evidente ruptura con su padre había también otra evidente línea de continuidad: la de la tradición del libro. La de la interpretación infinita. La del pasado como un yacimiento de preguntas irresueltas en el presente. 
Sasha Abramsky cita una sola vez y al pasar a Walter Benjamin, pero es inevitable pensar en la figura benjaminiana del coleccionista como aquel que tiene la capacidad redentora de suspender el tiempo. El libro en el pasado, pero también el futuro, como testigo del futuro, para utilizar la hermosa fórmula de Pierre Bouretz.
Chimen Abramsky murió el 14 de marzo de 2010, el mismo día de la muerte de Karl Marx, ciento veintisiete años después.
 

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