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Los auriculares

Lunes, 08 de abril de 2024 01:01

Esta mañana salí a caminar, como todos los días, los ocho kilómetros de subidas y bajadas alrededor de mi barrio. Debo decir que cada día me cuesta más ponerme las zapatillas y vestirme con ropa deportiva. Excusas para no hacerlo, sobran. Que la contaminación ambiental, que no dormí bien, que viene el electricista, que hace frío, calor, llueve... y así puedo seguir por horas. Pero no, hace un par de meses que me encapriché con ganarle al diablito que vive en mí y me quiere llevar a ser cada día más floja. Entonces, resistiendo a la tentación, hoy salí a caminar, como ayer y anteayer, a la impúdica hora de las siete de la mañana.

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Esta mañana salí a caminar, como todos los días, los ocho kilómetros de subidas y bajadas alrededor de mi barrio. Debo decir que cada día me cuesta más ponerme las zapatillas y vestirme con ropa deportiva. Excusas para no hacerlo, sobran. Que la contaminación ambiental, que no dormí bien, que viene el electricista, que hace frío, calor, llueve... y así puedo seguir por horas. Pero no, hace un par de meses que me encapriché con ganarle al diablito que vive en mí y me quiere llevar a ser cada día más floja. Entonces, resistiendo a la tentación, hoy salí a caminar, como ayer y anteayer, a la impúdica hora de las siete de la mañana.

Estaba por dar mi primer paso, cuando de pronto me di cuenta de que no tenía los auriculares. ¡Qué desgracia! ¿y ahora?, pensé, si vuelvo a casa me meto en la cama otra vez, o capaz que me hago un café, o me siento en la computadora... ¡pero qué malvado este diablito, otra vez metiendo la cola! No, no voy a volver a casa -me impuse mientras empezaba a caminar-, voy sin música, sin audiolibro. “A la vieja usanza”, diría mi madre, porque antes de que existieran los auriculares, ¿la gente cómo hacía? Mientras caminaba o corría, la gente iba pensando, esa práctica milenaria que tenemos los seres humanos y que nos diferencia de los animales, lamentablemente, está cayendo en desuso, fuera de moda. Pareciera que debemos llenar los silencios, con música, podcasts, audiolibros. ¡Cualquier cosa! ¿Por qué será -me pregunto- que ya no queremos solo pensar?

Admito que en las dos primeras cuadras me sentí vacía, aburrida, y casi casi pego la vuelta. Pero no, fui fuerte y aguanté, un poco más, me dije. En la esquina de la tercera cuadra vi un paseador de perros haciendo contorsionismo para desenredar las correas de un bulldog francés, un chihuahua minúsculo que ladraba como loco y un husky siberiano que defecaba impávido ante las maniobras de su paseador. Dos pasos más adelante, una madre corría tras el cochecito de su bebé pequeñito mientras le cantaba entrecortado, y sonreí.

Me acordé cuando yo cometía ese mismo tipo de locura sana, tiempos lejanos, otra vida. En la parada de colectivos, tres mujeres comentaban el problema de la demora en el servicio y sus patronas intolerantes. Mientras intentaba prestar atención a la charla, un viejito de, calculo, noventa años, me rebasó corriendo a toda velocidad y saludó con la mano. “Buen día”, le contesté, y me sorprendí de que todavía el hombre tuviera la energía y la gentileza de devolverme el saludo cuando ya estaba casi a diez metros delante de mí. “Buen día, joven” me dijo, y volví a sonreír. ¡Si supiera mi edad! Así, entretenida y atenta, disfrutando de cada sonido a mi alrededor, terminé dando la vuelta de ocho kilómetros. ¿Qué tul? Concluyo entonces, para sorpresa propia y ajena, que no son imprescindibles los auriculares. Claro que no lo son. Los invito a probar, a ver qué pasa alrededor nuestro, fuera de esos aparatitos. Tal vez nos estemos perdiendo de algún sonido que nos provoque sonreír, simple y genuinamente sonreír y ¡qué bonito es empezar el día así

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