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Se me murió entre los brazos dos hermanas...

Lunes, 24 de noviembre de 2014 00:00
<p>AL FINAL/ FIESTA Y CELEBRACIÓN DE LAS HERMANAS Y LA DIRECTORA, QUE REALIZARON UN TRABAJO IMPECABLE EN ESCENA.</p>&nbsp;

Cuando comenzó la función, dos señoras fueron privilegiadas de ser el centro de todas las miradas. Ellas, las hermanadas en esta historia, eran María Mercedes y Ernestina Sarmiento, personajes especiales -si los hay- con mucho por decir y decirse y reinas absolutas en la obra de teatro "Se me murió entre los brazos", elegida como la mejor en la reciente XXX Fiesta Provincial de Teatro.

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Cuando comenzó la función, dos señoras fueron privilegiadas de ser el centro de todas las miradas. Ellas, las hermanadas en esta historia, eran María Mercedes y Ernestina Sarmiento, personajes especiales -si los hay- con mucho por decir y decirse y reinas absolutas en la obra de teatro "Se me murió entre los brazos", elegida como la mejor en la reciente XXX Fiesta Provincial de Teatro.

Y su historia fue muy singular. Cada una desde su lugar, demostraba cómo la lucha interior de verdades sin ver la luz iba creciendo con el avance del tiempo, fue alimentando la idea de que en algún momento de su historia compartida, explotaría de alguna forma.

El cuadro era simple. Una cama, un padre siempre recostado y dos hermanas que sacrificaron el amor y la independencia de su vida por el cuidado permanente de su "tatita" inmóvil, pero allí.

Desde las paredes, también se decían cosas. Todo de a dos, como ellas lo habían decidido, como era su vida desde que nacieron o lo que sería igual, pensado para dos. Dos hermanas que habían elegido la docencia para trabajar, teniendo el delantal como uniforme y que les permitía no sólo enseñar sino aprender una de otra a través del tiempo; dos teléfonos vintage, gracias a los cuales la simbiosis fue lograda al tiempo de repartir los papeles entre hablar de un lado y escuchar del otro, como así también un cuadro de su primera infancia donde las dos (siempre las dos) vestían igual, como dos gotas de agua en blanco y negro. Todos, absolutamente, todos los detalles se podían percibir en una pieza que expuso las relaciones humanas y el temperamento de las dos gracias a una situación desencadenada, también, dos veces.

Mechita interpretada por Silvia Gallegos, entonces se adueñaba de la escena con su rostro silente, mientras que Ernestina, personificada por Gabriela Bertolone, miraba atenta el accionar de su hermana. Y entonces se iluminó la obra. Y un cúmulo de sentimientos se desbordaría al instante. La soledad en ambas, era notable como así también los reproches de tiempos idos y los planteos que derivaron en discusiones sobre la vida que supieron llevar teniendo a su padre como un mártir. Los silencios. Las miradas. Todo hacía pensar que nada quedaba al azar o por decirse o por sentir, aquél domingo a la mañana. Y comenzaron a recordar esa época y ahí mismo se dieron cuenta de que a su padre le quedaba muy poca vida, porque ellas ya estaban grandes. La tristeza de nuevo y el pesar volvían a ellas. Y el pensar en el inevitable paso de los años fue interrumpido por una música que se escuchaba de afuera llegaba entonces con "La danza de los mirlos" que entró por la ventana invisible de nuestras protagonistas. Y las risas fueron compartidas entre el público que vio cómo las actrices bailaban una cumbia, en principio, sin animarse demasiado pero que después se abrió pasó con entusiasmo y llegaron al baile y a un aplauso de casi fiesta.

La primera desesperación

Hasta que su padre se levantó y rápidamente, Ernestina fue a asistirlo, claro, después de todo, mientras Mechita salió urgente a lavar una "chata" para su "tatita". Mientras esto sucedía, Ernestina le dio un poco de licor y tras un ahogo, lo creyó muerto. "Se me murió entre los brazos! Se me murió entre los brazos!", repetía a los gritos. Mechita llegaba rápido, sorprendida pero sobre todo molesta por lo que había ocurrido en su ausencia. Ya la muerte estaba presente en la obra. Su padre no existía y empezaban a preguntarse sobre la vida en voz alta y cómo sería su vida, ahora sin esa figura paterna que siempre las acompañó.

A las dos les pasaba eso de preguntarse qué era lo que se venía. Y luego, después de recordarlo aún más cuando bailaron el vals de los quince o cuando él las acompañó cuando se recibieron como docentes, miraban pensativas los dos diplomas que colgaban juntos en la pared. Hasta que él despertó y fue alegría circunstancial que duró poco.

La segunda muerte

Ernestina entonces iría a buscar un poco de comida y Mechita se encargaría de acomodar la cama a su padre. Pero esta vez, ella tomó la almohada. Lo pensó y lo hizo. Quiso ahogar a su padre y también ocurrió. El "tatita" se quedó de nuevo móvil, murió otra vez. "Se me murió entre los brazos!" "Se me murió entre los brazos!" gritaba Mechita a su hermana, que venía cayéndose por las escaleras sin entender qué sucedía, pero después sí. Ambas empezaron a llamar a los vecinos, desde uno y otro teléfono como ensayando la situación, sin dejar de lamentarse a su manera.

La lucha de poderes

Las dos querían a su padre, pero también querían que la muerte le llegara pronto. Otra vez, dos sentimientos que se enfrentaban. Dos, siempre dos. Él era el dueño del poder en la casa. Y ellas, desde sus perspectivas, querían que dejara de serlo, pero la única manera era si dejaba de existir. Sólo así una, -la más viva- tomaría el poder y sería la uno, entre las dos. Pero, en definitiva, este padre que murió dos veces y revivió otras más, fue el motivo central para dar vida en la obra de una hipocresía como síntoma del orden que se manifestó a partir de la no muerte de "tatita" y la historia de dos hermanas que se redescubrieron en una historia familiar que fue clave del grotesco. Se mostró el entramado de represiones que constituyen la vida cotidiana y afectiva.

Sostenida en un trabajo actoral impecable de Silvia Gallegos y Gabriela Bertolone, esta pieza propone una lectura caricaturesca en una historia que entrelazó momentos de gran carga emocional y gestual en unas actrices movilizadas por la idea de tristeza, de soledad y de muerte presente, pero también de alegría disfrazada de humor negro y hasta de bailecitos con gusto a reproche. En este grotesco clásico de la historia del teatro no faltó ningún ingrediente para tener en escena, una propuesta sin filtro, cruda por momentos pero realista después, que no dejó de ser deliciosa en todos los aspectos.