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18 de Abril,  Jujuy, Argentina
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El 25 de mayo de 1812

Jueves, 26 de mayo de 2016 01:30
<div>SÍMBOLO / BANDERA DE LA LIBERTAD CIVIL EN LA VIEJA CASA DE GOBIERNO</div>
Desde el amanecer del 25 de mayo de 1812, la pequeña ciudad de Jujuy bullía de rumores y movimientos inusitados. El frenético replicar de los templos y las rotundas salvas de la artillería, resonando entre las montañas que circuyen el valle, saludaban jubilosos el alba de las efemérides. Despertaba la población entre aquella música de campanas y de armas, y se echaba a la calle apercibida para el festival que comenzaba. Saludábanse los vecinos en el nombre de la Patria, sagrado para aquellos aldeanos, como el Ave María de sus portales. Por las calles de las Zegadas y por la calle de San Francisco, iba creciendo con la mañana el gentío de militares, indios, esclavos y artesanos que se encaminaban a la plaza capitular. La mañana estaba, como las almas, gloriosa de azul sobre las calles limpias y las paredes blanqueadas del caserío. Alguna leve escarcha retardaba su cairel de cristal sobre los aleros y tejados. Alguna niebla lenta desperezábase bajo el alba, sobre las nevadas cimas del Chañi...
La gente madruguera que había ido congregándose en la plaza, comentaba las fiestas religiosas de la víspera; las iluminaciones y regocijos de la noche anterior. En el atrio de la Matriz, en las arquerías del cabildo, en la azotea de los Saracivar, alineábanse los mecheros de aceite y las lamparillas de barro que habían ardido la noche anterior, probablemente preparadas por la industria de Antonio Cruz y de Vicente Galván, que las aderezaron en las fiestas mayas de 1813. La plaza mostraba así, con su lonja consistorial y sus torres, un aspecto mágico para los ojos de la población deslumbrada. El ceremonial de aquellas fiestas públicas, harto les era conocido, así a la gente de Jujuy, como a todas las ciudades de Indias: los onomásticos de sus reyes, el aniversario de su fundación, el día de su patrono y las pascuas, repetían cuatro y cinco veces por año, para regocijo de los vecinos, las partes del gastado ceremonial. Pero esta vez sobre el antiguo esquema de las juras, toda la figuración se renovaba; y la presencia del ejército numeroso y de la oficialidad forastera, decoraba la fiesta con sus oros marciales.
Distraíanse los corrillos de la plaza en conjeturas y parlerías, cuando, de pronto, la cuenca del valle se estremeció con nuevo estruendo; había sonado un cañonazo, y después otro, y otro; y ahora continuaban sonando. Pablo de Mena que llegaba al cabildo en aquel momento,-y que iba, como alférez, a ser uno de los protagonistas de la fiesta,- les avisó que esos cañonazos eran las salvas con que la tropa anunciaba la salida de la Bandera nacional, desde la casa del general en jefe. Corrió la muchedumbre, por la calle adyacente hacia la posada donde alojábase Belgrano, y se oyó el ultimo cañonazo, de los quince que prescribía la ordenanza, cuando entre los ponchos rojos de los indios y las casacas azules de los militares, vieron el Barón de Holmberg que avanzaba en mitad de la calle, seguido por su escolta de honor, conduciendo la bandera hacia el edificio del cabildo. Apareció el varón en sus balcones, y haciéndola flamear al son de dianas, la dejo en la baranda entregada a la contemplación y el aplauso de aquella muchedumbre, que la veía por la primera vez.
Para este texto, el autor se valió del oficio que Belgrano pasó al gobierno el 29 de mayo de 1812, y de datos del archivo jujeño.
Los ecos de los cañonazos, las aclamaciones, los clarines, más la noticia de la Bandera expuesta a la contemplación popular, -cundieron por todo el pueblo, y la muchedumbre llego a hacerse compacta y a colmar la plaza. Todos los naturales de las haciendas vecinas; los indios de Palpalá, de Reyes, de Yala, de la Almona, de Cuiaya, llegaban a verla; y se mezclaban a los niños y a los esclavos de las casas señoriales, removidas hasta el traspatio por el rumor de la fiesta. Pronto comenzaron a llegar también los amos y las damas, vestidos con sus mejores paramentos, pues se acercaba la hora de la misa solemne y del Tedéum, a la cual asistiría el Cabildo, justicia y regimiento, y con ello el propio creador de la Bandera, y el doctor Gorriti que la bendeciría.
Pronto, en efecto apareció Belgrano bajo el arco central del Cabildo, y empezó a andar hacia la matriz, con su paso pausado. Un rumor de curiosidad afectuosa y admirativa electrizó a la muchedumbre. Abriéronle todos respetuoso camino, y así al cortejo que lo acompañaba. Traía vestido su frac verde y cordones de gala, su calzón corto embutido en la bota de charol: -recio el mentón sobre la chorrera florecida de finos encajes. El sonrosado persistente de su tez delicada, velaba apenas una recóndita emoción. Las gentes reconocieron, entre el cortejo que le acompañaba, a Pablo José de Mena, regidor alférez y alcalde de primer voto por depósito de la vara en esos días; al joven doctor don Teodoro Sánchez de Bustamante, prestigioso asesor del cabildo, que renunció a su empleo poco s meses después, por seguir a Belgrano en el éxodo; a Eustaquio de Iriarte, alcalde ordinario de segundo voto; a Lorenzo Ignacio de Goyenechea, regidor alcalde; a Alejandro Torres, defensor de menores; a Mariano de Eguren, el escribano de cabildo; al síndico procurador Manuel Lanfranco; a los alcaldes de barrio don Bartolomé de la Corte y don Martín de Rojas; y a los Portal, los Basterra, los Sarverri, los Gogénola, los Alvarado, los Iturbe, los Carrillo, los Zegada, los Chavarría, y tantos otros vecinos feudatarios ya prestigiosos en el patriarcado local.
Cuando penetraron en la iglesia, que dista pocos del cabildo, la misa solemne iba a comenzar. El altar del fondo, tallado en el estilo jesuítico del pulpito que aún se conserva, elevada su airosa arquitectura de retorcidas columnas y ángeles dorados. Su auténtica belleza, que era el orgullo de la población, predominaba entre su día de luces, al fondo de la nave obscurecida por las puertas entornadas, que el frío del invierno conminaba a cerrar. El aire estaba como impregnado de un penetrante aroma de mujer e incienso. Oíase en la penumbra religiosa el desgranar de los rosarios; el golpe de los reclinatorios y las toses que ahuecaba la nave; o el roce como de alas fugitivas que formaban con su aligerado rumor las faldas y los siseos. Al entrar el cabildo, las caras femeninas se volvieron curiosas; y entre ellas hubo alguna que se volvió para mirar a Belgrano... y mientras ocupaban sus asientos de honor, la pequeña orquesta de Pedro Ferreyra, el músico del pueblo, atacó desde el coro, con sus violines, su órgano, y sus voces gangosas, la sonata de los ceremoniales de iglesia, en que siempre intervenía como maestro cantor.
Concluía la misa cuando Belgrano mandó traer a la matriz la Bandera que, conducida por el barón de Holmberg, había tremolado toda la mañana en el balcón central del cabildo. Al ver que la alzaban para llevarla a la iglesia, hubo gran agolpamiento y rumor de pueblo en la gente que, por ser estrecho el templo aguardaba en la plaza. Y dentro de la iglesia hubo en la concurrencia gran emoción y expectativa, al ver que entraba el nuevo estandarte, al sitio donde antes no llegaba sino el estandarte del rey; y que tomándolo Belgrano por el asta, se adelanto hacia el altar en que el doctor don Juan Ignacio de Gorriti terminaba su misa. El doctor Gorriti, revestido, y volviendo la cara hacia el pueblo, trazo en el aire la señal de la cruz; y como si todos fuesen ritos de un mismo culto, bendijo, en el nombre del Dios, aquella enseña de la patria naciente. En la nave y las almas, reinó entonces un silencio eterno. Subió Gorriti al pulpito -por la escala donde los indios habían grabado en tiempo de jesuitas la escala de Jacob- y desde lo alto de aquella cátedra que su elocuencia haría histórica, explicó la significación del símbolo que acababan de consagrar.
Voces de regocijo oyéronse en el templo cuando concluyó la ceremonia. Entre la confusión del publico impaciente, Belgrano volvió a entregar la Bandera al barón de Holmberg, para que tornase a ponerla en el balcón del cabildo. El pueblo, al verla salir presidiendo el cortejo, estalló, de un ángulo a otro de la plaza, en vivas estruendosas y aclamaciones formidables. La tropa señaló aquel momento con otras quince salvas de sus cañones. Con ellas promediara la jornada; y pasó la siesta entre comentarios y desfile de pueblo ante los balcones del ayuntamiento.
Por la tarde, las ceremonias de la Bandera alcanzaron su significación laica y democrática. Vino Belgrano hasta la casa del Cabildo, donde le esperaban sus miembros, y el teniente gobernador de la ciudad. El ejército auxiliador del Perú formando cuadro en torno de la plaza. Las familias de Jujuy, que asistieran por la mañana al Tedéum, aguardaban ahora en los balcones de las casas cercanas, para asistir a la nueva escena. La plaza estaba decorada de guirnaldas y de arcos. El pueblo apretábase en las bocacalles y las aceras. Y de todos aquellos pechos viriles volvió a elevarse un vítor resonante, cuando vieron a Belgrano salir del cabildo con la Bandera en su brazo, cruzar la calle silenciosamente, caminar hacia el centro de la plaza y subir a una tribuna, agitando su enseña en alto. Las aclamaciones de la muchedumbre se repitieron entonces. Palmadas y bravos escreparon el aire. Y dominando aquel entusiasmo por el ademán del que necesita silencio, se oyó en el ámbito de la tarde nebulosa que comenzaba a declinar, aquella arenga de Belgrano, que el prócer mismo comunico después al Triunvirato.
Belgrano tenía la voz velada, pero tal fue aquel día su necesidad de ser oído, y tal en su auditorio el ansia de oírlo, que la voz de su arenga llegó hasta el cuadro de sus soldados, llegó a las damas de las aceras, llegó a la muchedumbre de las esquinas.
El ¡viva la Patria! Que Belgrano pedía, fue contestado por la tropa, y a su voz unióse el coro de las mujeres y los niños, que asistían desde los balcones, y el rugido del pueblo que se apiñaba en las aceras. Aquel clamor brotado unánime de la plaza de Jujuy, se concretó después en música heroica, y ascendió desde los pífanos y atabales del ejército hasta subir a las torres de los templos, donde fundido con el repique de las jubilosas campanas voló hacia las cimas de los Andes tutelares, que almenan y hermosean la ciudad armoniosa del Xivi-Xivi. Las salvas de los cañones saludaban, entretanto, con repetidas descargas, la hora de la tarde, como habían saludado, en jornada tan bella, la hora del amanecer.
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Desde el amanecer del 25 de mayo de 1812, la pequeña ciudad de Jujuy bullía de rumores y movimientos inusitados. El frenético replicar de los templos y las rotundas salvas de la artillería, resonando entre las montañas que circuyen el valle, saludaban jubilosos el alba de las efemérides. Despertaba la población entre aquella música de campanas y de armas, y se echaba a la calle apercibida para el festival que comenzaba. Saludábanse los vecinos en el nombre de la Patria, sagrado para aquellos aldeanos, como el Ave María de sus portales. Por las calles de las Zegadas y por la calle de San Francisco, iba creciendo con la mañana el gentío de militares, indios, esclavos y artesanos que se encaminaban a la plaza capitular. La mañana estaba, como las almas, gloriosa de azul sobre las calles limpias y las paredes blanqueadas del caserío. Alguna leve escarcha retardaba su cairel de cristal sobre los aleros y tejados. Alguna niebla lenta desperezábase bajo el alba, sobre las nevadas cimas del Chañi...
La gente madruguera que había ido congregándose en la plaza, comentaba las fiestas religiosas de la víspera; las iluminaciones y regocijos de la noche anterior. En el atrio de la Matriz, en las arquerías del cabildo, en la azotea de los Saracivar, alineábanse los mecheros de aceite y las lamparillas de barro que habían ardido la noche anterior, probablemente preparadas por la industria de Antonio Cruz y de Vicente Galván, que las aderezaron en las fiestas mayas de 1813. La plaza mostraba así, con su lonja consistorial y sus torres, un aspecto mágico para los ojos de la población deslumbrada. El ceremonial de aquellas fiestas públicas, harto les era conocido, así a la gente de Jujuy, como a todas las ciudades de Indias: los onomásticos de sus reyes, el aniversario de su fundación, el día de su patrono y las pascuas, repetían cuatro y cinco veces por año, para regocijo de los vecinos, las partes del gastado ceremonial. Pero esta vez sobre el antiguo esquema de las juras, toda la figuración se renovaba; y la presencia del ejército numeroso y de la oficialidad forastera, decoraba la fiesta con sus oros marciales.
Distraíanse los corrillos de la plaza en conjeturas y parlerías, cuando, de pronto, la cuenca del valle se estremeció con nuevo estruendo; había sonado un cañonazo, y después otro, y otro; y ahora continuaban sonando. Pablo de Mena que llegaba al cabildo en aquel momento,-y que iba, como alférez, a ser uno de los protagonistas de la fiesta,- les avisó que esos cañonazos eran las salvas con que la tropa anunciaba la salida de la Bandera nacional, desde la casa del general en jefe. Corrió la muchedumbre, por la calle adyacente hacia la posada donde alojábase Belgrano, y se oyó el ultimo cañonazo, de los quince que prescribía la ordenanza, cuando entre los ponchos rojos de los indios y las casacas azules de los militares, vieron el Barón de Holmberg que avanzaba en mitad de la calle, seguido por su escolta de honor, conduciendo la bandera hacia el edificio del cabildo. Apareció el varón en sus balcones, y haciéndola flamear al son de dianas, la dejo en la baranda entregada a la contemplación y el aplauso de aquella muchedumbre, que la veía por la primera vez.
Para este texto, el autor se valió del oficio que Belgrano pasó al gobierno el 29 de mayo de 1812, y de datos del archivo jujeño.
Los ecos de los cañonazos, las aclamaciones, los clarines, más la noticia de la Bandera expuesta a la contemplación popular, -cundieron por todo el pueblo, y la muchedumbre llego a hacerse compacta y a colmar la plaza. Todos los naturales de las haciendas vecinas; los indios de Palpalá, de Reyes, de Yala, de la Almona, de Cuiaya, llegaban a verla; y se mezclaban a los niños y a los esclavos de las casas señoriales, removidas hasta el traspatio por el rumor de la fiesta. Pronto comenzaron a llegar también los amos y las damas, vestidos con sus mejores paramentos, pues se acercaba la hora de la misa solemne y del Tedéum, a la cual asistiría el Cabildo, justicia y regimiento, y con ello el propio creador de la Bandera, y el doctor Gorriti que la bendeciría.
Pronto, en efecto apareció Belgrano bajo el arco central del Cabildo, y empezó a andar hacia la matriz, con su paso pausado. Un rumor de curiosidad afectuosa y admirativa electrizó a la muchedumbre. Abriéronle todos respetuoso camino, y así al cortejo que lo acompañaba. Traía vestido su frac verde y cordones de gala, su calzón corto embutido en la bota de charol: -recio el mentón sobre la chorrera florecida de finos encajes. El sonrosado persistente de su tez delicada, velaba apenas una recóndita emoción. Las gentes reconocieron, entre el cortejo que le acompañaba, a Pablo José de Mena, regidor alférez y alcalde de primer voto por depósito de la vara en esos días; al joven doctor don Teodoro Sánchez de Bustamante, prestigioso asesor del cabildo, que renunció a su empleo poco s meses después, por seguir a Belgrano en el éxodo; a Eustaquio de Iriarte, alcalde ordinario de segundo voto; a Lorenzo Ignacio de Goyenechea, regidor alcalde; a Alejandro Torres, defensor de menores; a Mariano de Eguren, el escribano de cabildo; al síndico procurador Manuel Lanfranco; a los alcaldes de barrio don Bartolomé de la Corte y don Martín de Rojas; y a los Portal, los Basterra, los Sarverri, los Gogénola, los Alvarado, los Iturbe, los Carrillo, los Zegada, los Chavarría, y tantos otros vecinos feudatarios ya prestigiosos en el patriarcado local.
Cuando penetraron en la iglesia, que dista pocos del cabildo, la misa solemne iba a comenzar. El altar del fondo, tallado en el estilo jesuítico del pulpito que aún se conserva, elevada su airosa arquitectura de retorcidas columnas y ángeles dorados. Su auténtica belleza, que era el orgullo de la población, predominaba entre su día de luces, al fondo de la nave obscurecida por las puertas entornadas, que el frío del invierno conminaba a cerrar. El aire estaba como impregnado de un penetrante aroma de mujer e incienso. Oíase en la penumbra religiosa el desgranar de los rosarios; el golpe de los reclinatorios y las toses que ahuecaba la nave; o el roce como de alas fugitivas que formaban con su aligerado rumor las faldas y los siseos. Al entrar el cabildo, las caras femeninas se volvieron curiosas; y entre ellas hubo alguna que se volvió para mirar a Belgrano... y mientras ocupaban sus asientos de honor, la pequeña orquesta de Pedro Ferreyra, el músico del pueblo, atacó desde el coro, con sus violines, su órgano, y sus voces gangosas, la sonata de los ceremoniales de iglesia, en que siempre intervenía como maestro cantor.
Concluía la misa cuando Belgrano mandó traer a la matriz la Bandera que, conducida por el barón de Holmberg, había tremolado toda la mañana en el balcón central del cabildo. Al ver que la alzaban para llevarla a la iglesia, hubo gran agolpamiento y rumor de pueblo en la gente que, por ser estrecho el templo aguardaba en la plaza. Y dentro de la iglesia hubo en la concurrencia gran emoción y expectativa, al ver que entraba el nuevo estandarte, al sitio donde antes no llegaba sino el estandarte del rey; y que tomándolo Belgrano por el asta, se adelanto hacia el altar en que el doctor don Juan Ignacio de Gorriti terminaba su misa. El doctor Gorriti, revestido, y volviendo la cara hacia el pueblo, trazo en el aire la señal de la cruz; y como si todos fuesen ritos de un mismo culto, bendijo, en el nombre del Dios, aquella enseña de la patria naciente. En la nave y las almas, reinó entonces un silencio eterno. Subió Gorriti al pulpito -por la escala donde los indios habían grabado en tiempo de jesuitas la escala de Jacob- y desde lo alto de aquella cátedra que su elocuencia haría histórica, explicó la significación del símbolo que acababan de consagrar.
Voces de regocijo oyéronse en el templo cuando concluyó la ceremonia. Entre la confusión del publico impaciente, Belgrano volvió a entregar la Bandera al barón de Holmberg, para que tornase a ponerla en el balcón del cabildo. El pueblo, al verla salir presidiendo el cortejo, estalló, de un ángulo a otro de la plaza, en vivas estruendosas y aclamaciones formidables. La tropa señaló aquel momento con otras quince salvas de sus cañones. Con ellas promediara la jornada; y pasó la siesta entre comentarios y desfile de pueblo ante los balcones del ayuntamiento.
Por la tarde, las ceremonias de la Bandera alcanzaron su significación laica y democrática. Vino Belgrano hasta la casa del Cabildo, donde le esperaban sus miembros, y el teniente gobernador de la ciudad. El ejército auxiliador del Perú formando cuadro en torno de la plaza. Las familias de Jujuy, que asistieran por la mañana al Tedéum, aguardaban ahora en los balcones de las casas cercanas, para asistir a la nueva escena. La plaza estaba decorada de guirnaldas y de arcos. El pueblo apretábase en las bocacalles y las aceras. Y de todos aquellos pechos viriles volvió a elevarse un vítor resonante, cuando vieron a Belgrano salir del cabildo con la Bandera en su brazo, cruzar la calle silenciosamente, caminar hacia el centro de la plaza y subir a una tribuna, agitando su enseña en alto. Las aclamaciones de la muchedumbre se repitieron entonces. Palmadas y bravos escreparon el aire. Y dominando aquel entusiasmo por el ademán del que necesita silencio, se oyó en el ámbito de la tarde nebulosa que comenzaba a declinar, aquella arenga de Belgrano, que el prócer mismo comunico después al Triunvirato.
Belgrano tenía la voz velada, pero tal fue aquel día su necesidad de ser oído, y tal en su auditorio el ansia de oírlo, que la voz de su arenga llegó hasta el cuadro de sus soldados, llegó a las damas de las aceras, llegó a la muchedumbre de las esquinas.
El ¡viva la Patria! Que Belgrano pedía, fue contestado por la tropa, y a su voz unióse el coro de las mujeres y los niños, que asistían desde los balcones, y el rugido del pueblo que se apiñaba en las aceras. Aquel clamor brotado unánime de la plaza de Jujuy, se concretó después en música heroica, y ascendió desde los pífanos y atabales del ejército hasta subir a las torres de los templos, donde fundido con el repique de las jubilosas campanas voló hacia las cimas de los Andes tutelares, que almenan y hermosean la ciudad armoniosa del Xivi-Xivi. Las salvas de los cañones saludaban, entretanto, con repetidas descargas, la hora de la tarde, como habían saludado, en jornada tan bella, la hora del amanecer.

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