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19 de Abril,  Jujuy, Argentina
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¡Gracias, Gordo!

Martes, 07 de junio de 2016 01:30

-¿Así que Ud. es licenciado en periodismo?- Me preguntó sin levantar la vista del teclado de la Olivetti marrón que tenía enfrente, mientras seguía escribiendo.

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-¿Así que Ud. es licenciado en periodismo?- Me preguntó sin levantar la vista del teclado de la Olivetti marrón que tenía enfrente, mientras seguía escribiendo.

-Si señor- respondí.

-Y recién recibido en la Universidad de La Plata... -completó el ácido comentario, mostrándome que había leído el flaco curriculum que yo había dejado en la Administración esa misma mañana.

-Si señor- seguí yo.

-En mi época el periodismo no se estudiaba en la universidad. Se aprendía en la calle, en la redacción. Con la gente...

Ya ahí no supe que contestar. Después de una larga pausa, me miró por primera vez sobre sus pequeños anteojos de mirar de cerca y sin darme mucha importancia me dijo:

-Bueno vaya al rincón aquel, la última máquina y comience a pasar en limpio los casamientos y notas sociales del fin de semana, las farmacias de turno del día, los vuelos de hoy, y si no llegó el horóscopo, vaya escribiendo algo comenzando por Aires. Algo cortón nomás....

Odié esa desconsideración y la falta de respeto por una carrera realizada con amor y enorme sacrificio en la angustia de la distancia y los bolsillos flacos. Y comencé a actualizar las notas sociales. Después vino cubrir accidentes, (los peores), la Fiesta de los Estudiantes hasta la madrugada, los desfiles de los días patrios y todo lo que los más experimentados dejaban para que los novatos paguen su derecho de piso. Y fui aprendiendo de ese periodista empírico, hecho en la calle, gordo, bien gordo, exigente y buenazo, todo lo que la facultad había dejado pendiente: los códigos de una redacción, la selección imprescindible, el respeto por las personas, el insomnio de las notas trasnochadas. Los veinte cafés por día. Me enseñó que la jubilación es una palabra imposible. Admiré su gusto por la poesía, por los buenos vinos, la música. Su sensibilidad oculta, su romanticismo a ultranza. Su capacidad para vivir con lo justo.

Me enseñó que el periodismo es sagrado, pero que los periodistas no ejercemos ningún sacerdocio. Simplemente somos trabajadores, que paradójicamente, no trabajamos de periodistas, sino que debemos vivir como periodistas. Las 24 horas del día, todos los días de la vida. Y la amistad profunda que se teje en la vida vivida más tiempo en la redacción que en la propia casa. Me explicó que el grabador es apenas un auxiliar que jamás reemplazará al breve apunte que se escribe. Que el verdadero periodista debe saber escribir, aún desechando la grabación y hasta el anotador, aprendiendo a escuchar al entrevistado y entender lo que le dice, y observando lo que ocurre interpretando lo que es noticia. Intenté aprender su humor elegante, la fina ironía, la caricia sutil o el estiletazo feroz de su pluma.

Aún hoy me esfuerzo como él lo hacía, de zafar de los lugares comunes. Todavía escribo una nota, la releo diez veces, y cuando la leo publicada la veo plagada de errores, de omisiones y de imprecisiones. De tarde en tarde, repaso cientos, miles de anécdotas relatas por él, o vividas con él. Por ejemplo aquella que nos llevó juntos a despedir a un Presidente de la Nación que se iba de Jujuy después de una visita oficial. Hartos de trajinar todo el día, mientras caía la noche, el avión carreteaba a punto de levantar vuelo.

-Vamos gordo- le dije como una súplica. –Todavía tenemos que llegar a la redacción a escribir todo y diagramar el diario.

-Nooo, me dijo. Hay que esperar. Esperemos hasta que el avión se pierda de vista...

-¿Pará que gordo?, insistí yo.- Que nunca viste un avión irse de Jujuy?...

-Sí, vi muchos aviones irse.- Me dijo, y clavándome sus enormes ojos como en un benevolente reproche agregó- ¿Y pero si justo éste se cae...?

Desde entonces, siempre espero en el aeropuerto que el avión que se va, se pierda de vista. Y me acuerdo de Ramiro Osinaga. Mi primer jefe. Mi maestro. Mi a

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