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Pese a su parálisis cerebral, logró recibirse de psicopedagoga

Sabado, 11 de noviembre de 2017 17:25

Esta es una historia de superación que Constanza Orbaiz en donde cuenta la dura lucha que atraveso para poder salir adelante tras superar una parálisis cerebral. 

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Esta es una historia de superación que Constanza Orbaiz en donde cuenta la dura lucha que atraveso para poder salir adelante tras superar una parálisis cerebral. 

Voy a empezar con un dato que parece obvio pero no lo es tanto: mi vida comenzó con mi nacimiento. Adivino la ceja alzada del lector. Por favor no deje de leer, ya me explico. En general, a nuestra llegada al mundo le sigue una larga siesta donde ningún bebé es distinguible del otro. El instinto manda, el entorno asiste y la vida se desarrolla sola con éxito. Pero claro, yo digo que la mía arranca con mi nacimiento porque ahí debí encarar mi primer problema: el que iba a marcar para siempre el resto de mi naciente biografía. Con ese gran reto, tempranito, se fundaba mi singularidad.

Durante el parto tuve un paro cardiorespiratorio. Todavía dentro de las primeras doce horas sufrí otro más. Es este un período de tiempo sensible, donde un incidente de este tipo puede significar consecuencias muy graves. La falta de oxígeno me provocó una lesión en el cerebro. A ciencia cierta, era imposible calcular su alcance. Los médicos bautizaron el diagnóstico con el nombre formal de parálisis cerebral cuadriparésica por hipoxia. Y sí, es tan grave como suena (algún clarividente llegó a arriesgar que la beba no pasaba de los dos días). Pero mis padres nunca se amedrentaron, y a pesar de la conmoción no me perdieron de vista en el medio de ese trabalenguas. Ellos ya me habían puesto el nombre más lindo: María Constanza.

Pero Coni -así me dicen- tenía los cuatro miembros afectados. No había modo de saber las secuelas que iba a sobrellevar. Nadie estaba seguro de si yo iba a poder hablar, caminar, o moverme siquiera. Como siempre que nace un niño con discapacidad, se abría un mundo de incertidumbre con respecto al futuro. Y los plazos se vuelven más cortos. Los planes tienen un espectro más limitado.

Empezó entonces una cargada rutina semanal con distintos tratamientos. El tiempo se fragmentó en turnos, procedimientos y horarios. Imagine, quien tenga la grandísima suerte de no haber experimentado una infancia similar, el esfuerzo diario que atravesábamos con mis padres y el resto de mis seres queridos. No había tiempo para soñar el mañana. El corazón estaba abocado a resolver los enigmas del presente. Nada me fue dado, todo me lo tuve que ganar.

Pero así, poco a poco, comenzamos a obtener las primeras satisfacciones. Nuestro faro, nuestra única certeza era esa: lo que se sostiene en el amor, avanza. Luego de aquellos años, llegó la primera gran prueba. El jardín de infantes. Un difícil paso de integración. Pude ir a una escuela común, una escuela Waldorf que hacía mucho hincapié en la unión entre cuerpo y alma, respetando la individualidad de cada alumno. Pero el contraste con mis compañeros fue un duro baño de realidad. Mientras esa marea de cuerpitos en pleno trance de juego iba y venía con éxtasis creciente, yo debía conformarme con observarlos desde mi orilla, en calma. Era un espectáculo triste y alegre. Hipnótico. Sin embargo, manejando mis propios tiempos, yo también estaba ahí, entre ellos. Eso era lo más importante y era mi felicidad. Desde el piso los miraba corretear y gritarse. De repente, mecida por el barullo, yo también gritaba y me sentía transportada. De algún modo, yo también me movía.

Una tarde, mientras mi mamá me cambiaba, le pregunté si algún día iba a poder caminar. Me dijo que no sabía. Después vino la primaria. Toda mi escolaridad estuvo segmentada en tramos cortos. Nunca al comenzar un año teníamos la seguridad de que iba a terminarlo. Al final de cada grado hacíamos un balance para ver cómo seguía la cosa. A medida de que se complejizaban los contenidos, a mí se me hacía cada vez más difícil mantener el ritmo. Escribir bien me resultaba una tortura, al final de cada jornada me encontraba muerta de cansancio. No podía ir todos los días a la escuela. El desfase se acentuaba.

Que quede bien claro: parálisis cerebral no implica tener el cerebro paralizado. Pero si al mismo tiempo que tus compañeros se encuentran aplicados en aprender y afinar las curvas elegantes de una cursiva vos recién estás aprendiendo a caminar… bueno, es claro que el desarrollo nunca puede ser parejo. En mi caso no iba más lento no en lo intelectual pero sí en la motricidad. Finalmente, caminé a los 7 aunque, sin ayuda del andador, recién a los 12.

Por suerte, no todo era responsabilidades y tareas. Algo muy importante para mi formación fue que mis padres siempre me estimularon a jugar. Ese era un espacio sagrado. Yo estaba mucho más integrada con mis vecinos, con ellos hacía mil cosas. ¡Hasta jugaba a la pelota! Es claro, era la única que podía usar las manos. Y desde el piso, con las rodillas sucias y llagadas por mis desplazamientos en la vereda, imponía mi ley: los goles de Coni valen doble. Nadie chistaba. De todos modos, por supuesto, la mayoría de las veces perdía. Pero el score de las risas siempre me daba ganadora.

En algún momento me pusieron en un grupito aparte donde los alumnos veíamos las cosas más básicas, más fáciles, más accesibles. A mí me marcaba mucho esa separación. No sólo era distinta. Por primera vez, me sentía menos. Cuando terminé de cursar la escuela primaria, el siguiente desafío fue compensar esa distancia. Prepararme para ingresar a una escuela secundaria.

Mi mamá en ese momento me transmitió lo que le decían las autoridades: estaba muy atrasada y era difícil que pudiera seguir avanzando. No me importó. No es que pensara ciegamente que podía con todo. Para nada. Nunca quise imponerme a mí misma esa figura omnipotente. Sólo que no quería privarme, al menos, del intento. Entonces me preparé, estudié como loca, asistí a todas las maestras particulares que necesitaba. Rendí los exámenes.

Y otra vez, contra todo pronóstico, seguí prendida al oleaje: ya era una especialista en mantenerme a flote. En el secundario, el gran obstáculo a sortear no fue académico sino social. Pertenecer es el dogma que rige la vida adolescente. Mis compañeros no estaban preparados para aceptarme y yo tampoco podía seguir el ritmo adolescente. Hoy existe una mirada más abarcadora sobre la diferencia, pero en aquel entonces todavía nos abríamos paso a los porrazos, improvisando. Terminé mi escolaridad en un colegio para adultos. Nunca repetí. Sólo me ajusté a los imprevistos de la marcha. Siempre encontré gente de buena voluntad para hacerlo.

También fueron los años de las primeras transgresiones. A los 14, un día, le dije al muchacho que me pasaba a buscar por la escuela que a la salida venían mis padres. Lo tenía bien planeado. Furtivamente, me volví en colectivo. El corazón me bailaba en el pecho. Era la primera vez en la vida que me sentí tan libre, tan independiente. Cuando llegué a casa y se lo conté, mi mamá casi se muere. Después, con su permiso, empecé a hacerlo seguido. Un nuevo mundo se me abría.

¿Y luego de graduarme, qué? Ya estaba muy lejos, no había otra dirección que seguir adelante. ¿Miedos? ¿Dudas? ¿Incertidumbre? Ahí ya me movía como un pez en el agua. Siempre me atrajo la posibilidad de trabajar con chicos que atravesaran diagnósticos similares al mío ¿Podría ayudar a otros desde mi propia discapacidad? Mis ganas me soplaban: sí... sí... Faltaba ver el cómo. Hice un año de Educación Especial, pero no me terminó de convencer. Luego me pasé a Psicopedagogía en el instituto Pedro Poveda de Vicente López. Iba a ir materia a materia. Segura y lenta.

Pero finalmente el ánimo me pasaba factura por tantos años de esfuerzo. Había llegado a un lugar imposible, según esa mirada que nunca dejó de señalarme. Me deprimí. Ingresé a un período de mucha oscuridad. No me tuve lástima. Pero faltaba tanto, parecía imposible.Me enfrenté con mi duelo: resignificar mi problema, echar una nueva luz sobre la falta. Mis amigas estaban para ayudarme. Mi familia. Mi analista. Entre todos tiramos del carro.

Y comenzaron a desfilar las materias. Como me pasó siempre con la gente en todos lados, algunos profesores se llevaban mejor que otros con mi discapacidad. Los primeros compañeros abandonaban. Las materias filtro se cobraban sus primeras víctimas. Hasta que llegamos a Psicología Evolutiva. El Gran Cuco. Yo sabía un montón pero estaba muerta de miedo cuando fuimos a rendir el final.

Mis amigas me llevaron a los empujones. Me tocaba la O. Iban saliendo de a uno los bochados. Cuando me llamaron casi me desmayo. Ya estaba entregada. Di todo, hablé, hablé y hablé. Al final del examen la profesora me preguntó: “¿Qué vas a hacer cuando te recibas?”. ¡Estábamos a mitad de carrera! Yo ni siquiera sabía si iba a sobrevivir a ese momento. “Me gustaría trabajar con chicos con parálisis cerebral”, me salió. Lo que me dijo después fue tremendo: “Te voy a pedir un favor, que te dediques a eso,que lo hagas, porque podés ayudar mucho”. Ni me acuerdo la nota que me puso.

Fue un quiebre. Por primera vez en mi vida tenía un objetivo tan lejano. Eso tan arraigado en mí, ese soñar de a poquito (“vamos a ver si camina”, “si pasa de grado”, “si puede con esta materia”), se expandió en una esperanza luminosa, que me señalaba una meta remota pero clara. Y me invitó a llevar esa luz a otros ámbitos de mi vida. Alegría es fuerza.

Al finalizar la carrera llegaron las entrevistas de trabajo. A muchas propuestas no podía responder. Otras, no me convencían. Hice una pasantía en el gabinete de una escuela común donde me recibieron muy bien y ahí empecé a tener contacto con mi rol de piscopedagoga.

Pero la cosa no arrancaba del todo. En los tiempos de la Facultad ya había participado en algún taller relatando mi experiencia con la discapacidad. Mi entorno me decía entonces: ¿y por qué en vez de esforzarte por encajar de nuevo no generás vos tu propio espacio? De ahí surgió el primer germen de Desde Adentro, una plataforma desde la cual compartir con toda la comunidad educativa, padres, alumnos, docentes, mi punto de vista, todo lo que había aprendido antes y durante la carrera. Era una recién egresada, sí, pero con una experiencia de campo de casi tres décadas.

A la gente le gustó la propuesta de esta doble agente. Su mensaje era sencillo: tenemos que cerrar el manual rígido de las patologías y centrarnos en la subjetividad del paciente. Mirarlo en serio. Preguntarle cómo se siente. Qué quiere. Toda condición es única ycada uno es capitán de su destino. Al tiempo llegaron los reconocimientos. Las invitaciones a dar un sinfín de charlas. Hoy participo de seminarios, mantengo mi propio consultorio y disfruto de un puesto fijo en la escuela donde hice aquella pasantía. Me otorgaron premios que yo acepté con orgullo y favorecieron la difusión de mi abordaje. Pero yo no quiero ser ejemplo de nada. Si a alguien le sirve mi historia, lo aplaudo, aunque es cosa suya. Lo que me mantuvo navegando estas aguas agitadas fue aprender a no hacerme cargo de la mirada de los otros.

Las comparaciones nos limitan. Cada uno debe encontrarse y dar lo que vino a dar a este mundo. Sea mucho o poquito, no importa. Esas son categorías que se imponen desde afuera. Y si uno está en su senda, los de afuera son de madera balsa. Semanas atrás di un par de charlas para un auditorio de diez mil personas, en el marco de los encuentros TEDxRío de la Plata. En el balance de fin de año, ese va a ser mi segundo gran logro. En lo alto del podio va a estar mi reciente mudanza. Por fin, vivo sola hace dos meses. Mi mamá me insistía que ya era hora, que estaba lista. Yo me negaba, me iban a tener que ayudar con el alquiler, los muebles, el traslado, todo. Tenía mucho miedo. Un día, ya acomodando las cajas, me encontré con una foto. Una nena sonriente, las rodillas curtidas de tanto andar por el suelo. Había pasado tiempo...

Corrijo, entonces, lo que dije antes: eso de que no me interesa ser ejemplo de nadie. De nadie que no sea yo, Coni.

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Constanza Orbaiz nació en Buenos Aires, su infancia transcurrió jugando en la vereda y conociendo profesionales en su discapacidad. Con esfuerzo logró concluir la escuela para luego estudiar Psicopedagogía. Hoy trabaja en un colegio en el nivel inicial y en su consultorio particular tiene muchos pacientes con diagnósticos similares al suyo. Fundó el proyecto “Desde Adentro”, a través del cual brinda diversos talleres y capacitaciones, dando a conocer una mirada diferente sobre la discapacidad. En 2013 recibió el premio bienal Alpi y el premio TOYP “Joven sobresaliente de Argentina”. Hace poco fue invitada a compartir su experiencia en las charlas TEDxRío de la Plata.

 

Fuente: Clarin.com

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