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Laberintos humanos. Otra vida

Jueves, 16 de noviembre de 2017 21:40

 

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Blanca me confesó que, de niña, estuvo tan enamorada de mí como yo de ella. Yo lo hacía evidente con mis miradas largas, tristes, pero ella supo ocultarlo como saben hacerlo las mujeres cuando no saben si el hombre es tímido o extraño. Si me lo hubieras dicho, me dijo, capaz que nuestra vida hubiera sido distinta.

Lo que decía no era cierto, porque me hablaba del tiempo en que no tendríamos más de diez años, pero se trataba de un sentimiento profundo y no quise desmentirla, y entonces hice lo que quise hacer en mi niñez: tomé su mano entre las mías y se la besé. Su sabor fue suave en mis labios y pensé que perduraría.

Desde que terminamos la escuela y dejé de verla, tuve alguno que otro romance más porque debía tenerlo que por estar enamorado. No es que la recordara, pero ante ninguna chica sentí lo que había sentido ante ella, que jamás me había dirigido la palabra. A los diecisiete tuve un romance un poco más duradero.

La chica se llamaba Gloria, era un año mayor que yo y bastante guapa. Casi todo un año creí amarla, pero cuando Gloria me dijo que lo nuestro estaba terminado (no recuerdo ni siquiera las excusas que me dio), no sentí dolor y, después de tanto tiempo, recordé lo que había sentido por Blanca.

Cuando esa noche le conté esta historia, Blanca me dijo que un verano estuvo de regreso en el pueblo, me vio junto a Gloria y se murió de celos. Pensé que el mundo se caía, me dijo, y al regresar a la ciudad me puse de novia. Yo no quise preguntarle qué sucedió con ese romance, nos contó don Braulio.