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“Al principio eran grandes, incómodos y pesados, como seguramente sucedió con los dinosaurios. Sólo algunos pocos y elegidos señores tenían la dispensa de transportar esa especie de ladrillo plagado de botones y cables. Vicente Battista, de profesión escritor, escribió: “Pero como siempre sucede, hasta los espectáculos exclusivos acaban de hacerse populares. Los celulares achicaron su tamaño y aumentaron sus usuarios. Cualquier corredor de artículos de plástico podía andar con su teléfono colgado de la valija. Bastaba comprar una afeitadora eléctrica en alguna tienda de electrodomésticos para que de inmediato el vendedor le ofreciera un celular sin cargo. Se hizo necesario marcar otras diferencias. Se hizo necesario marcar otra vez las diferencias. Con la misma pasión que ayer eran voluminosos, hoy son minúsculos. Cuanto más pequeños, mejor. Pero ahora que se ven, con más razón deben oírse”.
Al aparecer los primeros ladrillos -digo, celulares- en el país, tuve la ocasión de padecer mi primera experiencia desagradable. Fue en Aeroparque; más precisamente en el bar de la estación aérea. Era alto, rubio y corpulento. Acodado a la barra, con todo el tiempo a su disposición, logró que los que estábamos a cinco metros a la redonda nos enteráramos de lo bien que le iban los negocios y de los fabulosos proyectos que tenía. Las cifras de ganancias eran extraordinarias.
Para ese entonces, la chica del bar ya me había cargado el termo con agua, para tomarme un festival de mates, en un lugar lejano del “locutorio”. Y como uno es humano, a pesar de todo, no pude menos que imaginar la cara que pondría el hombre alto, rubio y corpulento si, entre los involuntarios oyentes, hubiera estado en algún inspector de la DGI...