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Laberintos humanos. El viaje de Bogart

Sabado, 26 de agosto de 2017 19:17

Para Bogart la cosa había comenzado hacía algunos meses, cuando una rubia fatal entró a su despacho. El detective atendió primero a sus piernas que a sus razones, pero eran estas segundas por las que se le pagaría el salario, así que apuntó en su libreta que debía dar con el asesino de un tío millonario de la rubia que había viajado a Sudamérica.

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Para Bogart la cosa había comenzado hacía algunos meses, cuando una rubia fatal entró a su despacho. El detective atendió primero a sus piernas que a sus razones, pero eran estas segundas por las que se le pagaría el salario, así que apuntó en su libreta que debía dar con el asesino de un tío millonario de la rubia que había viajado a Sudamérica.

Algunos dicen que, antes de partir, Bogart durmió con la rubia y fumó uno de sus fatales cigarrillos recostado sobre la misma almohada que la de la de argenta cabellera, y que luego puso sus camisas, su arma y su botella de whisky en una valija pequeña, le sonrió al espejo sin saber que lo hacía como Gardel, y se embarcó.

No importa acá decir que desembarcó en Lima, que se demoró unos días en Desaguadero por afición al billar y al picante de pollo, que atravesó dificultosamente toda Bolivia y, en La Quiaca, se subió al tren para bajar hasta Tilcara, donde la rubia fatal le dijo que podía dar con el asesino de su querido tío, cariño que acaso sólo fuera por interés.

En aquella frontera de mediados del siglo XX conoció mesas de póker y de cocaína, pero Bogart no era hombre de malgastar sus dólares. Estaba algo afectado por la altura, dicen, pero no le agradaba el sabor de la hoja de coca. Tampoco el sabor de ese aguardiente de uva que llaman singani, porque era adicto al whisky.

Ya en Tilcara, donde se topó con el agente ruso, volvió a probar del mismo picante de pollo y se sintió mejor, cuando ya los hechos se cruzan con los de nuestra historia, nos dijo Armando.

 

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