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Color y son de los andes

Las procesiones en su honor le agregan otro modo a aquellas que ya son tradición en la Quebrada.
Lunes, 01 de octubre de 2018 01:01

Aún se suceden las procesiones de Nuestro Señor de Quillacas, que celebra la imagen del Señor del Milagro. Se habla de un gaucho salteño que llevaba arreo al Altiplano boliviano, que se durmió, perdió la hacienda y la recupera de forma milagrosa, y de ahí nace este culto, nacido de la fe de un arriero para embeberse de lo más profundo de la cultura andina.

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Aún se suceden las procesiones de Nuestro Señor de Quillacas, que celebra la imagen del Señor del Milagro. Se habla de un gaucho salteño que llevaba arreo al Altiplano boliviano, que se durmió, perdió la hacienda y la recupera de forma milagrosa, y de ahí nace este culto, nacido de la fe de un arriero para embeberse de lo más profundo de la cultura andina.

La celebración de Quillacas le agrega a las que ya son propias de la Quebrada, aunque alguna vez tantas de ellas también llegaron de Bolivia, la fuerza de los colores, el poder de su coreografía y el sonido de sus vientos, siempre coqueteando con la desafinación como si así quisiera asomarse, desde el balcón de la cristiandad, hacia el abismo de lo pagano. Y no es que lo sea, pero sus modos tienen tanto tinte cultural que lo parecen.

Ya escribía el poeta portugués Fernando Pessoa, que aquello que los pueblos conquistados aceptaban primero del cristianismo "es la fe popular en los milagros y los santos, el rito, las romerías", y esta en particular, con sus aguayos y sus ritmos, con el tinku y sus ropajes, bordea una frontera brumosa.

Dos turistas, en una de las esquinas de la plaza, preguntan qué es aquello. Les responden que es la veneración de Quillacas, y alguien agrega que es la misma imagen del Milagro. Los turistas ponen cara de sorpresa, y es que en su imaginario la procesión tiene otros tonos que no suelen ser casacas bordadas con figuras de felinos, chulos coloridos sobre los que se calza el casco de cuero del conquistador, ojotas, barracanes, sombreros plumudos y coloridos, vestidos negros y rosados con bordados barrocos.

Detrás, los vientos que marcan el paso, y ya el pendón y la urna con la Cruz. Pero, inmediatamente después, los autos cubiertos de aguayos y osos de peluche, y ese paso de los celebrantes en el que la fuerza de una lucha parece ser la metáfora de la vida, la irrupción de la deidad en el mundo, el riesgo y el júbilo.

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