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Yo... en la Luna!

Jueves, 18 de julio de 2019 01:00

La del 20 de julio de 1969 era una noche típica de invierno en Jujuy. Muy hermosa y fría. Se podía disfrutar de una Luna casi llena, cruzando -lenta y luminosa- por el cielo limpiamente despejado. Mi adolescencia frágil -casi candorosa-, sin celulares, sin juegos digitales, sin globalización, sin internet, sin televisión color, había logrado reunir con entusiasmo y fruición toda la información disponible del viaje de tres astronautas a la Luna. Eran más de las diez de esa noche, y yo volvía del centro caminando a mi casa en Ciudad de Nieva. Mi cabeza y mi corazón, me habían llevado como polizón en el vuelo del Apolo XI, escondido entre las sofisticadas butacas de Neil Armstrong, Michael Collins y Buzz Aldrin, dentro del estrecho módulo lunar Eagle. Por detrás, dejamos la estela poderosa del cohete Saturno, por delante se nos abría un Universo de misterios infinitos. Y allí, flotando en el abismo sideral, la primera escala: la luna.

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La del 20 de julio de 1969 era una noche típica de invierno en Jujuy. Muy hermosa y fría. Se podía disfrutar de una Luna casi llena, cruzando -lenta y luminosa- por el cielo limpiamente despejado. Mi adolescencia frágil -casi candorosa-, sin celulares, sin juegos digitales, sin globalización, sin internet, sin televisión color, había logrado reunir con entusiasmo y fruición toda la información disponible del viaje de tres astronautas a la Luna. Eran más de las diez de esa noche, y yo volvía del centro caminando a mi casa en Ciudad de Nieva. Mi cabeza y mi corazón, me habían llevado como polizón en el vuelo del Apolo XI, escondido entre las sofisticadas butacas de Neil Armstrong, Michael Collins y Buzz Aldrin, dentro del estrecho módulo lunar Eagle. Por detrás, dejamos la estela poderosa del cohete Saturno, por delante se nos abría un Universo de misterios infinitos. Y allí, flotando en el abismo sideral, la primera escala: la luna.

Para ahondar mi fantasía, me senté en un banco de la plaza vacía. El frío había corrido a todos. No hubiera podido explicar que mientras miraba al disco bellísimo del único satélite natural de la Tierra, yo me sentía transportado allí. Entre zumbidos de computadoras primitivas y luces de tableros interminables, en esa nave tan endeble y frágil que con el tiempo comprendería que fue un remedo de las cáscaras de nuez en las que Colón tropezó con otro mundo. Después imaginé a Armstrong diciendo la frase histórica: "Un pequeño paso para un hombre, un gran salto para la humanidad" cuando el reloj de Houston señalaba las 22:56. Luego Aldrin salió del vehículo siguiendo a su comandante. Lo intuí bajando por la escala, contemplando maravillado en derredor, repitiendo: "Hermoso hermoso" .Y Armstrong asintiendo: "Si La vista de una magnífica desolación". Y yo, allí en la luna, con los ojos brillantes y la nariz pegada a la ventanilla del Eagle.

Mi humilde emoción privada repasaba las novelas de Julio Verne, "De la tierra a la luna" (1865) y "Viaje alrededor de la luna" (1870), anticipos de una pasión que explotaría con años después con otras ficciones proféticas: "Crónicas Marcianas", "El Vino del Estío" o "El Hombre Ilustrado" de Ray Bradbury; los "Viajes a las Estrellas" de Gene Roddenberry, o "Cosmos" y "Contacto" de Carl Sagan.

Pero aquella noche helada, mirando en soledad desde la plaza de Ciudad de Nieva a esa luna que recibía por primera vez al hombre, aguzaba la vista pretendiendo ver la cabecita de alfiler de una nave espacial clavada en el Mar de la Tranquilidad. Romántico empedernido al fin, cambié mi vocación de antiguo niño: ya no quería ser bombero, quería ser astronauta. Después la vida me perdonó la osadía y me llevó por otros caminos. Y me da hoy el consuelo de escribir estos recuerdos. Aún expectante. Mirando la luna y el cielo, emocionado como hace 50 años, con el asombro intacto y las ganas de vivir todavía un poco más. Al menos hasta saber qué hay y quiénes viven en el cosmos.

 

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