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Laberintos humanos: Paz de las alturas

Jueves, 29 de octubre de 2020 01:02

Cuando convinimos que las cosas extrañas nos sucedían en cuanto conocíamos a una mujer, Solón sonrió levemente para asegurarme que entre los dioses antiguos dicen que sucedía lo mismo. Y cuando agregó que no recordaba a cuál mitología pertenecía este cuento, supe que lo estaba inventando.

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Cuando convinimos que las cosas extrañas nos sucedían en cuanto conocíamos a una mujer, Solón sonrió levemente para asegurarme que entre los dioses antiguos dicen que sucedía lo mismo. Y cuando agregó que no recordaba a cuál mitología pertenecía este cuento, supe que lo estaba inventando.

Cuentan, dijo Solón, que los dioses rara vez se enamoran de una hembra humana, entre otras cosas porque están acostumbrados a la paz de las altas cumbres. Donde ellos viven, y desde donde participan de las cosas que nos suceden, no es que la vida sea más apacible: hay vientos tanto o más tormentosos que los nuestros y hay riesgos, incertidumbres y pesares.

Casi podría decirse que entre la vida de los dioses y las nuestras no hay mayor diferencia, descontando el hecho de que ellos de tanto en tanto nos ayudan o nos entorpecen el curso de la vida. Pero hay algo más, hay algo que nos vuelve irremediablemente distintos: a nosotros nos aflige lo que nos sucede, tememos lo por venir y nos amarga lo ya pasado. Los dioses, en cambio y aunque estén expuestos a los mismos peligros que nosotros, no recuerdan lo sucedido, son incapaces de imaginar lo futuro y disfrutan ante lo que les acontece, pero aún para ellos hay cierto equilibrio, y cuando la vida se les pone de lo más pacífica se les da por mirar a los ojos a una mujer, se enamoran y usted se imagina. Me imagino que a las diosas les pasará lo mismo con algún mortal, le dije y Solón, palmeándome el hombro, me dijo que capaz, capaz, yo le hablo de lo que escuché nomás.

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