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Regreso al hogar

Viernes, 30 de octubre de 2020 19:20

Bautisto Solón me habló entonces de la zozobra que conmovió el corazón de Apolo, deidad que, hasta el momento, vivía en la paz eterna del Olimpo. Le alcanzó con ver los ojos de Helena, mujer que había abandonado al rubio guerrero Menelao tras las promesas del príncipe Paris, para que su vida entrara en riesgo.

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Bautisto Solón me habló entonces de la zozobra que conmovió el corazón de Apolo, deidad que, hasta el momento, vivía en la paz eterna del Olimpo. Le alcanzó con ver los ojos de Helena, mujer que había abandonado al rubio guerrero Menelao tras las promesas del príncipe Paris, para que su vida entrara en riesgo.

No sé si me explico, me dijo Solón tomándome del brazo y apurando el cuento porque estábamos llegando a su casa: quien le dice que no podamos vivir en paz, como los dioses en lo alto de los cerros, y quien le dice que no lo hagamos, y quien le dice que no debamos enamorarnos cada tanto para perder esa paz, me dijo sonriendo.

Yo sospecho que Apolo, por ser un dios, era lo suficientemente inteligente como para no enroscarse en el torbellino de pasiones que vio en el fondo de la mirada de Helena, quisiera creer que su divina pureza puede zambullirse en los sentimientos carnales sin corromperse, pero tampoco estoy tan seguro.

Tampoco estoy tan seguro, me dijo tomándome de la mano, que la eterna paz de los dioses sea cosa tan apreciable como para no dejarla, de tanto en tanto, por alguna caricia oportuna o alguna palabra zalamera, agregó, pero si hasta los dioses abandonan la tranquilidad divina por una mujer mortal, ¿qué menos se puede pedir de nosotros?

Terminó de decirlo, abrió la puerta de su casa y saludó a Aurelia con un beso. Ya llegué, querida, le dijo. Hoy nos acompaña Dubin para cenar, agregó al fin y nos sentamos a la mesa porque ya el perfume de la carne horneada lo sahumaba todo.

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