Escapando del comisario Pierro, que impensadamente había empezado a disparar a mis espaldas, me vi reflejado en el vidrio de un amplio ventanal que limpiaba una empleada joven. En el reflejo estaba yo, pero usaba uno de esos trajes italianos a la moda de cuando era niño, allá por los setenta.
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Escapando del comisario Pierro, que impensadamente había empezado a disparar a mis espaldas, me vi reflejado en el vidrio de un amplio ventanal que limpiaba una empleada joven. En el reflejo estaba yo, pero usaba uno de esos trajes italianos a la moda de cuando era niño, allá por los setenta.
La corbata, fina, monocroma y oscura, me flameaba por el hombro de la carrera cuando me volví porque el motor de un automóvil dobló la esquina. Por el parabrisas pude reconocer a los entonces jóvenes Pierro y Solón. El comisario, si es que lo era entonces, sacó el brazo por la ventanilla y me buscó como blanco. Yo corrí por un baldío que daba al otro lado de la manzana, luego seguí por la vereda y ya no paré hasta que las balas dejaron de rozarme.
No reconocía el lugar. Era una calle de aspecto suburbano, medio descampada entonces en aquella ciudad de San Salvador. Ni sé qué hora sería ya cuando sentí un chistido. Serían unos cuatro o cinco jóvenes. Me dio pavor pensar que, si todo aquello parecía ocurrir hace ya cincuenta años, los cuatro o cinco serían ya ancianos de continuar aún con vida. Parecían asustados.
Unos compañeros lo vieron escapando de Pierro y Solón allá por Ciudad de Nievas, dijo uno señalando hacia lo alto. ¿A qué organización pertenece?, quiso saber otro pero yo no pertenecía a ninguna de aquellos años que habían sido los del final de mi infancia, sino que me perseguían por haber vivido un breve romance con Estefanía Vilte, actriz que encarnaba a Blanca, la mujer de Pierro, pero preferí no decir nada.