Uquía es un paraje que desciende del cerro de la Señorita hacia el Río Grande, plagado de chacras, faldeos coloridos y misterios.
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Uquía es un paraje que desciende del cerro de la Señorita hacia el Río Grande, plagado de chacras, faldeos coloridos y misterios.
En derredor de su capilla, que acaso tuviera dos torres de campanario en vez de la solitaria actual, dicen, descansan los restos del padre Pedro Lozano (1697-1752), cronista general de la orden jesuita encargado de recoger en un volumen los últimos relatos de los pueblos aún no evangelizados recogidos por los primeros doctrineros que los conocieron.
El templo atesora una de las pocas series de Arcángeles Arcabuceros, una de las dos únicas que hay en nuestro país, llevada al lugar en un solo rollo desde el Cuzco, para ser allí seccionada en los distintos cuadros.
Estas figuras aúnan a los seres anunciadores con los de las tropas que combatieron a Lucifer, el arcángel rebelde.
Para los nativos, aquella imagen pudo haber sido coherente con una cruz y una espada que llegaban, muchas veces, juntas.
No son estos los únicos atractivos para quien guste del arte colonial.
Hay una cruz, hecha en las reducciones, con un colorido de símbolos en sus cuatro extensiones y típicas imágenes religiosas de las que, desde lo visual, sirvieron para la evangelización del nativo.
Según los viejos libros de la Cofradía de los Difuntos, eran elegidas sus autoridades por parejas, una de Uquía y otra de Humahuaca, por lo que se cree que pudiera haber sido cada una de las comunidades, en tiempos precolombinos, una parte de la dualidad en la que se dividía cada pueblo en el mundo andino.