Danzando en el atrio
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Danzando en el atrio
El padrecito bebió de su copa de cognac y nos continuó diciendo que ya se había acostumbrado a las advertencias de la mujer que barría la sacristía. La pobre estaba tan asustada con los duendes que apenas si podía salir después de las seis de la tarde, y si lo hacía se persignaba tantas veces que sus manos se le terminaban enredando.
Ya me había hablado de su temor de que los espantos proliferaran con esto de la cuarentena. ¿Usted no cree que con menos gente por las calles los duendes, las almas, hasta el mismo jukumari se animen a andar por donde antes no lo hacían?, me preguntó hace unos días, y ahora se le agregaba esa bailarina que danzaba en el atrio.
¿Qué es eso?, quiso saber la mujer cuando entró asustada para contármelo. No quise decirle que no sólo sabía quién eran, sino que la había deseado pese a mis votos. Me asomé a la puerta, y no como a una persona sino como a un viento que se está perdiendo, la vi moverse casi como si se escondiera.
Deberemos baldear el atrio con litros de agua bendita, dijo la mujer pero no sólo nunca había escuchado semejante protocolo, nos dijo el padrecito, sino que aquel fantasma era lo único que me quedaba de aquella fotógrafa de cuyos ojos y de cuyas manos me había prendado, y a quien le había pedido que no regresara.
Por eso es que se nos manda a ser célibes, dijo, no porque a Dios le importe mucho coartar nuestros deseos sino porque no interfieran en las decisiones que tomamos, para que nuestros actos sean menos por alguien en particular que por el prójimo en general.
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