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La araña y la langosta

Viernes, 19 de junio de 2020 01:01

Pierre Donadou Quispe siguió hablando de esas especulaciones suyas sobre la amistad entre un hombre y una mujer que se desean, y buscó otro ejemplo. No hace mucho, vi a una bellísima araña en su tela, en el jardín de casa, pendiendo quietecita entre las ramas de un jazminero. Horas y días completos pasaba allí, aguardando su presa, apenas si respirando, si es que lo hacía, para no espantarla.

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Pierre Donadou Quispe siguió hablando de esas especulaciones suyas sobre la amistad entre un hombre y una mujer que se desean, y buscó otro ejemplo. No hace mucho, vi a una bellísima araña en su tela, en el jardín de casa, pendiendo quietecita entre las ramas de un jazminero. Horas y días completos pasaba allí, aguardando su presa, apenas si respirando, si es que lo hacía, para no espantarla.

Sus ocho patitas se abrían, en cuatro pares, para aferrarse al hilo. No se movía ni con el viento de la tarde, ni con la lluvia de la noche. Su espalda alardeaba un dibujo digno de la mejor paleta, sensual y peligroso a la vez, y en su boca se abría una suerte de tenaza que apenas si alguna vez cambiaba de posición. Su cintura, bajo la que ocultaba su veneno, era abundante como si vistiera una falda de gala.

Estaba acostumbrada a moscas rudas, a insectos descoloridos que envolvía con rapidez para acabarlos, pero esa tarde cayó en su red una langosta de color verde claro. Sus piernas largas, cuyos muslos se quebraban en el ángulo que necesitaba para saltar, parecían estar pegados al tejido y ya no tener salida cuando la araña, lentamente, empezó a acercársele.

Cuando las vi así, comprendí que la araña deseaba a la langosta como si fuera yo que miro a una mujer, dijo Pierre, y se me hacía que el sentimiento era mutuo, pero por alguna razón que siempre ignoraré vi que la araña, con la tenaza de su boca, cortó los hilos para dejar que la langosta se escapara. Ese es un buen ejemplo, nos dijo esperando nuestra aprobación.

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