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Laberintos Humanos: Las siestas del albañil

Martes, 14 de julio de 2020 01:01

Entonces me miraron como si fuera necesario que sea yo quien les contara un cuento a ellos. Vamos, don Dubin, me dijo Pierre Donadou Quispe, no puede ser que usted firme esta columna y sea el que menos cuentos viene contando, y aunque había algo de tono de broma en su comentario, vi que todos se acomodaban en sus sillas para escucharme y no quise echarme atrás.

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Entonces me miraron como si fuera necesario que sea yo quien les contara un cuento a ellos. Vamos, don Dubin, me dijo Pierre Donadou Quispe, no puede ser que usted firme esta columna y sea el que menos cuentos viene contando, y aunque había algo de tono de broma en su comentario, vi que todos se acomodaban en sus sillas para escucharme y no quise echarme atrás.

Además que lo disfruto, les dije y era cierto: contar cuentos es de las tres o cuatro cosas que más me gusta hacer, y entonces Blanca me preguntó de dónde sacaba tantas historias. De un tapado que tengo al fondo de mi casa, le confesé algo que no tengo dicho demasiado. Todo comenzó con un albañil que vino a ayudarme en una obra. El muchacho trabajaba duro desde temprano en la mañana, a mediodía se hacía algo a la brasa con algún vaso de vino y, antes de irse, se echaba una siestita en el patio.

No lo hacía bajo el molle porque dicen que no hay que dormirse a su sombra, sino más allá, contra una pirca bastante vieja. Alguna vez se le daba por contarme sus sueños, y ya empezaba a darme cuenta que había algunos de los más ingeniosos e intrincados y otros más bien sosos, desabridos.

No sé por qué, empecé a sospechar que dependía del lugar en el que los soñaba, porque los sueños más atrapantes solía soñarlos más bien cerca de una de las ventanas. Una de las mañanas en las que llegó temprano, medio como para corroborar mis sospechas, le pedí que me ayude a cavar en ese sitio, y habrá metido la pala como hasta más de un metro de hondo cuando dio contra una laja.