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Laberintos Humanos: La caída

Lunes, 10 de agosto de 2020 01:03

El pintor, que había entrado al convento para pintar a una monja  muerta, le pidió a la superiora poder bocetar el rostro de quien ya se decía que era santa. El padrecito me recordó que se trataba de una joven que cayó en las redes de la seducción, fue abandonada y pidió cobijo en el convento. Aquella vez, la abadesa le dijo que no podía ordenarse porque no la movía el amor a Dios, sino la huida del mundo, pero que por compasión la aceptaba de criada, y así pasó la vida humillándose en las labores más viles, hasta que vieron en ella el olvido de sí misma, la ausencia de deseo y le permitieron, ya adulta, vestir los hábitos.

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El pintor, que había entrado al convento para pintar a una monja  muerta, le pidió a la superiora poder bocetar el rostro de quien ya se decía que era santa. El padrecito me recordó que se trataba de una joven que cayó en las redes de la seducción, fue abandonada y pidió cobijo en el convento. Aquella vez, la abadesa le dijo que no podía ordenarse porque no la movía el amor a Dios, sino la huida del mundo, pero que por compasión la aceptaba de criada, y así pasó la vida humillándose en las labores más viles, hasta que vieron en ella el olvido de sí misma, la ausencia de deseo y le permitieron, ya adulta, vestir los hábitos.

Pero al partir, el pintor dejó olvidado uno de sus dibujos y ella pudo verlo. Entonces se reconoció, espantada, en su belleza, recordó el amor que había creído despertar en ese pérfido, sus esperanzas de buena vida gracias a sus dones naturales, y olvidó lo tanto que había crecido en santidad para volver a esperar vanidades. Soñó con el retrato bajo su almohada, volvió a nacer en su pecho la esperanza de que alguien reconociera su belleza y la amara y la rescatara del convento y la llevara a los salones.

Sus ojos volvieron a recobrar el brillo de la vida y, ya muy viejita, cuando le tomaban la última confesión reconoció que había estado a un paso de amar a Dios, pero que había cedido al arrullo de la memoria. Por eso, me dijo el padrecito, creo inconveniente llevarlo a la cueva para fotografiar al ermitaño. Usted disculpe, Dubin, pero prefiero no ser yo quien le indique el camino.

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