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Laberintos Humanos: Palabra empeñada

Lunes, 03 de agosto de 2020 01:01

Fiel a la palabra empeñada, a solicitud de Blanca, preferí no escribir en esta columna sobre aquella mujer que llegó a su casa para confesarle que fue la novia del Pleuro Díaz, aquel que conocimos como protagonista de los últimos relatos del comisario y del padrecito: el ermitaño.

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Fiel a la palabra empeñada, a solicitud de Blanca, preferí no escribir en esta columna sobre aquella mujer que llegó a su casa para confesarle que fue la novia del Pleuro Díaz, aquel que conocimos como protagonista de los últimos relatos del comisario y del padrecito: el ermitaño.

Pero las cosas, según nos contó, no fueron fáciles. Ya en la escuela, el Pleuro era de pocas compañías y ella se adaptó a sus modos, creyendo que estar juntos era una forma de amarse. También creí que podría cambiarlo, dijo bajando los ojos para agregar que como, erróneamente, creemos tantas veces las mujeres. Lo cierto fue más bien que me fue cambiando a mí. En un principio, como ya le dije, creí que estaba sólo porque los otros le desagradaban, y me la pasaba hablando mal de este y de aquella, de todo el mundo, y el Pleuro me escuchaba a la espera de que me callara o que dejara de existir, que ya no estuviera más allí hablándole. No es un halago para nadie esa situación, y decidí ya no quejarme.

Nuestro noviazgo fue de lo más aburrido. Nos íbamos a un bosquecito cercano para sentarnos en silencio largas horas. Eventualmente, el Pleuro recordaba una poesía que me recitaba en parte, para dejar generalmente inconclusa, o me señalaba el vuelo de un ave con la mano. Yo ponía gesto de un interés que no sentía, y creo que él se daba cuenta. Creo que prefería aceptarme antes que emprender una conversación, por eso será que no discutía y como yo callaba con él, terminó por permitirme estar a su lado. Así pasaron los años, le dijo.

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