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Laberintos Humanos: Olor a santidad

Domingo, 09 de agosto de 2020 01:03

Las famas de los conventos trascienden sus muros. Aquella moza de amor desengañado que, por tantos años, fuera aceptada compasivamente como sirvienta, había pasado sus días limpiando y remendando hasta que la superiora le preguntó por sus deseos, y le respondió que ya no deseaba nada.

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Las famas de los conventos trascienden sus muros. Aquella moza de amor desengañado que, por tantos años, fuera aceptada compasivamente como sirvienta, había pasado sus días limpiando y remendando hasta que la superiora le preguntó por sus deseos, y le respondió que ya no deseaba nada.

Entonces fue aceptada como hermana de clausura, cuando ya no lo pedía ni lo imaginaba, y no tardó de hablarse de su santidad en los alrededores. Ella era por completo ajena a esos dichos, los hubiera rechazado de escucharlos, pero no es uno quien teje su destino, me dijo el padrecito esa mañana. Como ya le dije, existía entonces la costumbre de dejar entrar al convento un pintor, cuando una clausurada fallecía, para que la retratara. Y en esos días de ese otoño, había muerto una de las monjas del convento, así que se abrieron las puertas a ese hombre mayor, cansado, que parecía arrastrar su atril, sus lienzos, pinceles y óleos.

Tras pintar la belleza de la difunta, pidió a la superiora poder tomar un boceto de aquella de quien tanto se hablaba, de quien se decía que era santa tras haber servido por años en las tareas más viles, más humillantes. Y la abadesa no tuvo la fortaleza de negarse, así que se lo permitió, y así nació ese retrato. La modelo no quiso mirar la obra, no entendía para qué podría hacerlo, pero al pintor se le cayó un de sus dibujos al partir, y entonces ella lo levantó para asombrarse con espanto de su propio rostro, cuyas facciones había olvidado. Ese fue, me dijo el padrecito, el camino de su perdición.

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