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El domingo pasado era una tarde hermosa y mi espíritu cazaba mariposas, en el jardín de mis sueños; era una tarde tranquila, una tarde de familia en la plaza, muy concurrida, y el ruido acompasado de las hamacas acompañaba la risa y el juego de los chicos. Casi al lado mío un inimputable adicto al celular, que usaba sin cesar, y al lado de él su perro grandote y negro, con cara de malo, igual que la de su dueño. Nada que ver con los otros perros del campo de mis mayores; perros guardianes, servidores, perros decentes que no eran mordedores, perros que respetaban a los otros perros. Eran perros que respetaban a los chicos, a los pobres y a los ricos, que al lado de estos mastines que importan ahora eran profesores. Y de pronto apareció en escena el mastín grandote, y sin mediar palabra (ladrido) empezó a darle una soberana paliza a un perro chico, que era del tipo salchicha. Y entre gruñidos, dentelladas y gritos, el perro chico nos conmovía, porque desesperado lloraba y todos esperábamos que el grandote lo soltara. Pero lejos de largarlo, resolvió liquidarlo con una feroz dentellada en el cogote, como hacen los leones con los ciervos. El perro chico, preso de las fauces asesinas del grandote, nos bañó a todos de adrenalina y salimos a perseguir a esta bestia canina. Un hombre de deportivo azul abandonó su rutina, y se unió a los jóvenes que con sus cintos, las amas de casa con escobas y otros a patadas y cascotazos tratábamos de salvar a la pequeña y débil mascota, al que se le fueron apagando los gritos. Me sentí en ese momento parado en el boulevard de los fracasos. Pero en ese mismo instante vi que todos estábamos unidos y mi corazón pegó un grito: este es mi pueblo... que orgulloso me siento de ser sudamericano y que orgulloso me siento de ser argentino... !argentino hasta la muerte!
Ciudad