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La lucha por la Constitución en medio de la crisis social

Sabado, 11 de mayo de 2013 20:54
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El Gobierno lleva adelante una reforma y construye un Poder Judicial dependiente del Poder Ejecutivo.

Además de su capacidad para obtener leyes y sentencias que satisfagan su ideario y sus intereses, la Presidenta cuenta con el inmenso poder de imponer la agenda política de los argentinos.

Su decisión de “ir por todo”, que incluye la destrucción del régimen representativo, republicano y federal, nos obliga a simplificar y concentrar el debate político: quienes no queremos padecer una dictadura asentada sobre una mayoría manipulada que desprecia los valores y las formas republicanas, estamos constreñidos a defender la democracia constitucional, posponiendo otras inquietudes.

Una obligada simplificación que oculta los problemas centrales de los argentinos dejándolos a merced del mensaje unilateral y unidireccional que el Gobierno controla a través de su abrumador aparato de propaganda. Nuestros gobernantes han descubierto dos herramientas fundamentales para perpetuarse en el poder: la primera, apunta a reformar la Constitución para hacer posible las reelecciones indefinidas. La segunda, consiste en averiguar qué piensan, qué desean o qué pretenden los ciudadanos y transformar esas metas en lemas de propaganda engañosa (“hagamos realidad la esperanza”, “defendamos este modelo de crecimiento con inclusión social”, “democraticemos la Justicia”, “acabemos con los monopolios”, “construyamos una sociedad basada en los derechos humanos”).

Aquella profusión de lemas viene acompañada de mensajes culturales que hablan de los beneficios de la inflación y de la autarquía, de la posibilidad de progresar trabajando cada vez menos, del carácter neoliberal de los precios y de las exigencias de productividad y calidad, de los efectos mágicos del nacionalismo económico, del carácter benéfico de la intervención del Estado aún a costa de las libertades y de la autonomía de las personas y de los grupos.

Por supuesto, la prédica machacona termina calando en muchas conciencias y transformándose en votos complacientes, en tanto y en cuanto conforma un nuevo paradigma que sintoniza, de alguna manera, con los segmentos culturalmente más atrasados de nuestra sociedad.

La técnica es simple y reiterada: Apoyándose en la real necesidad de que el servicio de Justicia se reforme para facilitar a todos el acceso a los tribunales y para terminar con la morosidad, con el amiguismo y con la politización de la Justicia, el Gobierno lleva adelante una reforma que, sin solucionar ninguno de estos problemas, construye un Poder Judicial dependiente del Poder Ejecutivo.

En este mismo sentido, aludiendo a la efectiva necesidad de combatir la pobreza y la exclusión social, pone en marcha prestaciones que convierten a sus receptores en clientes de quienes detentan los resortes del poder público. A su vez, las políticas urbanísticas, ambientales y de gestión del suelo público están “favelizando” ciudades, destruyendo cascos históricos, arrasando bosques, contaminando ríos, destruyendo equilibrios geológicos. El objetivo no es integrar sino amortiguar protestas, para lo cual basta con “asentar” poblaciones sin atender a la dotación de los servicios que atiendan a sus necesidades espirituales y materiales básicas.

Supuesta integración social

En este sentido, la exaltación de las metas cuantitativas en materia de prestaciones sociales oculta el pobre desempeño y la baja calidad de los servicios educación, urbanismo, salud, ambiente o rentas sustitutivas del salario. El raquítico “estado de bienestar” si bien atenúa los efectos más excluyentes de la pobreza, no está en condiciones de alcanzar las metas de integración territorial y de cohesión social que surgen del programa de progreso de la Constitución Nacional. Unas metas que a lo largo de la última década hubiéramos podido lograr merced a la riqueza generada por el excelente comportamiento de nuestra producción agropecuaria y de otras industrias competitivas.

Tal y como están concebidas y diseñadas, aquellas prestaciones sociales perpetúan la situación de exclusión y terminan por conformar masas que viven de la asistencia pública y se manifiestan dispuestas a canjear su voto por la permanencia dentro del circuito. Masas que desdeñan las libertades, renuncian a su autonomía y encuentran en el asistencialismo una forma de vida aceptable.

Por supuesto, dentro de este conjunto humano hay importantes sectores que desean salir de tal círculo vicioso y encontrar una nueva forma de vida basada en el trabajo. Pero se trata de un deseo que tropieza con las falencias del sistema de educación y de formación profesional y con las estrecheces del mercado de trabajo, patentes en las provincias del norte argentino. No es cierto que las ayudas económicas produzcan integración, como lo comprueban el auge de la violencia escolar, doméstica, deportiva y urbana, de la incultura política y sexual, de las adicciones, de la crisis de las ilusiones, del machismo, de los embarazos infantiles o la erosión de las estructuras y lazos familiares. En realidad, el asistencialismo es incapaz de potenciar la autonomía de las personas y de dotarlas de los instrumentos que les permitan definir y realizar sus metas individuales, familiares y colectivas. Deberíamos abrir un debate constructivo sobre estos asuntos cruciales.

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