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Con la muerte de Hugo Chávez, surgió la inquietud acerca de quién asumiría el liderazgo vacante del “bloque bolivariano”. Lo que nadie imaginó entonces era que en ese contexto regional asomaría un protagonismo inesperado, encarnado por el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, que en pocos meses emergió como un nuevo y activo protagonista del escenario sudamericano, aunque en una línea distinta, por no decir opuesta, a la motorizada por Chávez.
La inesperada apertura de las negociaciones de paz con los guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC), la puesta en marcha de la Alianza del Pacífico y la iniciativa de acercamiento de Colombia a la OTAN constituyen los tres hechos emblemáticos que proyectan a Santos con un perfil inequívocamente propio en una América Latina cuya historia atraviesa un punto de inflexión.
Con iniciativas audaces e inevitablemente polémicas, que colisionan según los casos con la derecha o la izquierda del espectro político, Santos puede marcar un “antes” y un “después” en la historia de Colombia. Su estrategia está orientada a poner fin a la guerra civil que durante más de seis décadas ensangrentó a la población colombiana, avanzar decisivamente de ese modo para erradicar el flagelo del narcotráfico (potenciado por la existencia de amplios territorios fuera de la ley) e inaugurar así un ciclo de prosperidad económica de largo plazo, fundado en una reinserción del país en el escenario regional y mundial.
En este contexto favorable, el presidente colombiano no descarta en absoluto la alternativa de postularse para un segundo mandato en los comicios previstos para 2014. Para ello, más que objetivos novedosos, tendrá que mostrar resultados.
La paz, esa desconocida
Como ocurre en Medio Oriente entre israelíes y palestinos, los colombianos de hoy tampoco saben lo que es la paz. Desde la década del 50, a lucha entre las Fuerzas Armadas y los grupos guerrilleros, con su secuela de decenas de miles de muertos, signó el derrotero político nacional.
No obstante, desde 1958, fecha del derrocamiento del gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla, Colombia tuvo una particularidad. A pesar de ser el país que afrontó la amenaza guerrillera más importante de la historia continental, lo hizo bajo un régimen constitucional y sin golpes militares. Un caso curioso de una guerra civil que no alteró la estabilidad económica ni la institucionalidad política.
Más que una rareza estadística, este hecho encierra una clave política. El valioso antecedente de que en el pasado hayan existido varios ejemplos exitosos de grupos insurgentes armados que depusieron las armas para incorporarse a la vida política democrática constituyó un poderoso incentivo para la apertura de las conversaciones de paz del gobierno de Santos con las FARC, que fueron de lejos la organización guerrillera más poderosa de toda la historia latinoamericana.
Santos, quien desde el Ministerio de Defensa del gobierno de su antecesor, Alvaro Uribe, cumplió un rol central en el acorralamiento militar de la guerrilla, no puede ser acusado de “blando”. Eso le permitió actuar sin prejuicios y aceptar la oferta de Cuba para hacer de La Habana la sede de las conversaciones.
En ese contexto, acordó discutir con las FARC no sólo los términos legales de la finalización del conflicto, como la liberación de los rehenes, el desarme de los guerrilleros, la amnistía y las garantías para su retorno a la legalidad, sino que tampoco rehusó dialogar sobre una cuestión exigida por los guerrilleros, como la política de tierras (asunto sobre el que ya se estableció un acuerdo), e impuso también la incorporación en la agenda de la cooperación de las FARC en lucha para la erradicación del narcotráfico.
Apertura al Pacífico
Una constante obsesión de Santos es cambiar el posicionamiento internacional de Colombia. Quiere que su país deje de ser considerado en el exterior como un sinónimo de conflicto. Aspira a transformarlo en un imán para atraer inversiones extranjeras y en un actor político gravitante en el escenario latinoamericano.
El eje de esa estrategia de inserción internacional reside en una fuerte apertura económica. Colombia selló primero un tratado bilateral de libre comercio con Estados Unidos, después un convenio similar con la Unión Europea y ahora explora hacerlo con Japón e incluso con China. Junto a Chile y Perú, forma parte del terceto de países económicamente más abiertos de América del Sur, condición que la diferencia cualitativamente del “arco bolivariano” y también de los países del Mercosur.
La Alianza del Pacífico, que Colombia integró con México, Perú, Chile, a la que ya se incorporó Costa Rica, modifica la geopolítica regional. México que desde la firma del NAFTA en 1993, se alejó de América Latina, regresa de la mano de un bloque económico que practica el “regionalismo abierto” y replantea como una alternativa al “eje bolivariano” y un factor de equilibrio frente a un Mercosur más proteccionista y cada vez más hegemonizado por Brasil.
Consciente de la potencialidad de la Alianza del Pacífico, el gobierno de Barack Obama resolvió convertirla en parte constitutiva de la Asociación Transpacífica, un proyecto de cooperación económica entre los países de ambas costas del océano que sustituyó al Atlántico como la principal vía de comunicación en esta nueva geografía económica mundial.
Pero Santos no deja pasar oportunidad para exteriorizar su vocación aperturista. En su visita a Tel Aviv, acaba de suscribir un tratado de libre comercio con Israel y exhortó a los empresarios israelíes, a quienes ensalzó como “los campeones de la innovación”, a invertir en Colombia, a la que definió como “una historia de éxito”.
También al Atlántico...
Pero ocuparse del Océano Pacífico no implica olvidarse del Atlántico. En un gesto audaz, que sólo tiene como antecedente una iniciativa de la Argentina a fines de la década del 90, Santos planteó la asociación de Colombia con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), la alianza militar más poderosa del mundo, que reúne a Estados Unidos con los países de Europa Occidental.
Las protestas de los gobernantes bolivarianos, encabezados en este caso por Maduro, enojado porque Santos recibió a su rival Hernán Capriles Radonsky, no modificaron ese acercamiento, que tiene una honda razón de ser.
A raíz de su prolongado combate contra la guerrilla y el narcotráfico, las Fuerzas Armadas y de seguridad colombianas acreditan una capacitación profesional y una aptitud de combate que gozan de un amplio reconocimiento internacional. Se trata de un rubro en el que Colombia tiene claras “ventajas competitivas”. Hay innumerables ejemplos que lo ilustran. Las actuales relaciones económicas entre Colombia e Israel surgen de ese previo relacionamiento en los temas de defensa y seguridad. A pedido de la propia OTAN, la policía colombiana brindó adiestramiento a la policía de Afganistán para el combate contra el narcotráfico.
Con una prioridad política, que es el fin de la guerra civil, una económica, que es la apertura hacia el Pacífico, y otra militar, que es la asociación con la OTAN, Santos pretende no ser un simple accidente en la historia de Colombia.