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En este nuevo día memorable, quiero compartir una de las tantas anécdotas que mi padre me dejó en su paso por la vida. En el año 1995, uno de mis hermanos recogió de la calle un perrito lleno de malas costumbres, al que bautizó Firulai. En ese tiempo, él estaba construyendo su casa, lo que motivó que el can quedara al cuidado de mis padres. Mi padre lo rebautizó Kanchachán. Mi papá -que era pintor-, cansado de que el perrito andaba todo el día en la calle y no le obedecía, lo regaló a escondidas a un señor que fue a casa llevando un camión para que lo decorara. Cuando llegó mi hermano y se enteró de que el perro estaba perdido, se armó la hecatombe. Salimos todos a buscarlo (mi padre incluido) con la ayuda de los vecinos, y no encontramos ni rastros de él, hasta que mi hermano se resignó. A más de un mes de lo sucedido, por razones de trabajo, mi hermano fue casualmente a la casa del camionero. Y en cuanto el perro lo vio, quería voltear el alambrado para salir a saludarlo. Al verlo así el hombre, se admiró de que se mostrara tan cariñoso. Obviamente, mi hermano le dijo que ese perro era suyo, que por eso estaba tan contento de verlo. El hombre le respondió que estaba equivocado, porque a él se lo habían regalado. Grande fue la sorpresa de mi hermano, cuando al preguntarle quién se lo había regalado, el hombre respondió: “Un señor que pinta en la calle Piedras al 2700”. “¡Ese es mi viejo!”, dijo mi hermano, tras lo cual, el hombre se disculpó y se lo devolvió. La cuestión es que, hallándose mi padre sentado a la sombra de un árbol leyendo el diario, de pronto se le apareció mi hermano con el perro en brazos. “¡Kanchachán!”, dijo mi padre al verlo. “¡Qué Kanchachán ni Kanchachán!”, respondió mi hermano. A lo que agregó: “¡Vos me lo habías regalado al perro!”.