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La crisálida

Viernes, 16 de noviembre de 2012 22:26

Los Yáñez Arrieta eran nuevos en el barrio. La familia estaba integrada por papá Artemio, mamá Ilusoria, y Pinki, el hijo, un quinceañero carilindo, tímido y solitario. No tenía amistad con ninguno de los changos de la cuadra. Declinaba, con voz finita y amable, las invitaciones a jugar a la pelota que ellos le hacían, y apenas si los saludaba. Con las chicas sucedía lo contrario: buscaba su compañía, pero ellas no lo aceptaban: -­Andá a jugar con los varones, nosotras no te necesitamos!, le decían. Y Pinki agachaba la cabeza y se encerraba en su casa.

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Los Yáñez Arrieta eran nuevos en el barrio. La familia estaba integrada por papá Artemio, mamá Ilusoria, y Pinki, el hijo, un quinceañero carilindo, tímido y solitario. No tenía amistad con ninguno de los changos de la cuadra. Declinaba, con voz finita y amable, las invitaciones a jugar a la pelota que ellos le hacían, y apenas si los saludaba. Con las chicas sucedía lo contrario: buscaba su compañía, pero ellas no lo aceptaban: -­Andá a jugar con los varones, nosotras no te necesitamos!, le decían. Y Pinki agachaba la cabeza y se encerraba en su casa.

Según averiguaciones realizadas por el “servicio de informaciones” de doña Eduviges Elizabide, los Yáñez Arrieta, papá y mamá, gente muy poco sociable, eran oriundos de El Dorado, Misiones. A poco de nacer Pinki se mudaron a Resistencia. Un par de años después, aparecieron en Santiago del Estero, y de ahí pasaron a San Rafael, Mendoza; luego estuvieron en Rosario de Santa Fe, en San Luis, en San Miguel de Tucumán, hasta llegar a Salta.

¿Qué cómo supo todo eso doña Eduviges? Sería muy larga la explicación; lo dejemos para otra oportunidad.

Ante sus hijas doña Eduviges exponía sus dudas: -Suenan a raro todos esos cambios de domicilio... Para mí que algún secreto de familia están ocultando.

Doralba, la mayor, contó que “una vez, en el almacén de don Jacinto, hablé con el chico, con el Pinki. Es un jovencito muy dulce, muy educadito. Le pregunté si estudiaba, y me dijo que nunca había ido a la escuela, que su mamá, que es maestra, le enseñó todo en su casa.”

-Hmmm!, fue el único comentario de doña Eduviges.

Como las chicas no lo querían con ellas, Pinki había decidido arrimarse a los changos, pero éstos, resentidos por las anteriores negativas de Pinki a jugar con ellos, lo frenaron con un despreciativo y cruel: -­Andá a peinar tus muñecas, vo, andá! ­Mariquita!

Y pasaron dos años. Pinki continuaba solo, sin amigos ni amigas. Si salía a pasear o iba al cine, por ejemplo, lo hacía acompañado por don Artemio y doña Ilusoria.

Doralba Elizabide y Pochola Velarde, compadecidas de la situación, y quizás alentadas por alguna indefinida sospecha, resolvieron tratar de ponerle fin. Organizaron una “matiné” musical en El Ateneo, con la ayuda del vate Acuña y del maestro Delmiro (de quienes pronto hablaremos), e invitaron a Pinki. Los celosos progenitores del muchacho dieron, extrañamente, su permiso.

Todo iba bien. Clarita Martínez se había lucido con su guitarra y la Negrita Aguilera había deleitado con su flauta dulce. Y, ahora, en el intervalo, las chicas pusieron música bailable, un vals. Y justo cuando varias parejas danzaban, se lo vio a Pinki salir corriendo, y entre sollozos, hacia el baño. Tras de él fueron presurosas Pochola y Doralba. Forzaron a empujones la puerta y sorprendieron a Pinki con el torso desnudo, tratando de quitarse el vendaje que le cubrían los pechos.

-­Yo no soy hombre, soy mujer! ­Quiero ser como ustedes, mujer! ­Vean cómo mi papá y mi mamá me vendan para que no se me noten los pechos! ­Ya no doy más!

Esa misma noche una delegación de los principales vecinos, encabezada por doña Florencia Velarde y doña Eduviges Elizabide, fue a hablar con los Yáñez Arrieta, que no podían parar su llanto. Pinki, cuyo verdadero nombre era Mercedes, dormía sedada en su habitación.

Resulta que a los Yáñez Arrieta se les murió el primer hijo, un varón. Cuando doña Ilusoria quedó embarazada otra vez, confiaban en que sería otro varón. Pero, en un parto muy dificultoso, nació Mercedes. Fue para ellos decepcionante. Lo demás el lector se lo puede imaginar.

Mientras se encaminaban hacia el Bar Madrid, el maestro Delmiro y el vate Oscar Acuña pensaban en lo sucedido. ­Menos mal que la crisálida se abrió con suerte!, sentenció el vate.

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