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La búsqueda de minerales en la época colonial

Domingo, 25 de noviembre de 2012 23:21

Luego de que los españoles dieran en 1545 con el más tarde universalmente famoso cerro Rico de Potosí, surgió por necesidad una analogía metafórica que tenía que ver con la curiosa forma de teta de mujer que presentaban algunas montañas mineralizadas andinas. Casi siempre aquellos cerros con forma de teta tenían vetas de metales preciosos en su interior. Existen numerosos yacimientos en la región andina que cumplen con esa sentencia. Mucho tiene que ver con la geometría de los cuerpos mineralizados y la naturaleza de la roca que al ser más firme y resistente a la erosión que la roca de caja que la contiene, tarda más en erosionarse. De esta manera el cuerpo porfídico o subvolcánico mineralizado queda en relieve con respecto a las rocas vecinas acompañantes.

A veces la meteorización da una tonalidad rosada al conjunto tal como ocurre precisamente con el cerro Rico de Potosí, la mayor concentración geoquímica de plata en el planeta Tierra. Forma y color fueron suficientes para disparar la imaginación de los conquistadores españoles ávidos de metales preciosos, y también de sexo, cuando estamparon la frase de “Cerro con forma de teta, ahí está la veta”, que les sirvió de guía y estímulo a la exploración. Téngase presente que desde el descubrimiento de América en 1492 hasta el fin de la conquista en 1550, los españoles recorrieron 24 millones de kilómetros cuadrados explorando casi de punta a punta el continente americano. Los españoles fueron ganando experiencia en la metalogenia desconocida de un continente desconocido. Nada tienen que ver el edificio andino y sus tipos de yacimientos con los existentes en la península ibérica que habían sido explotados desde la época de los romanos. Independientemente de que en ambas regiones hay oro, plata, mercurio, plomo, cobre, zinc y otros metales, pero en contextos geológicos, geodinámicos y metalogénicos diferentes.

El oro de los aluviones podía ser el mismo o parecido y los indígenas americanos lo habían aprovechado sólo superficialmente y así está registrado desde los primeros documentos que se inician con las propias cartas de Colón a los reyes de España. Ello en razón de que no conocían que pasaba en profundidad y tampoco tenían herramientas ni técnicas para explotar los llampos profundos. Al respecto puede consultarse la magnífica Historia General y Natural de las Indias de Gonzalo Fernandez de Oviedo y Valdés donde se explican los métodos que usaban los indígenas para lavar el oro. Los españoles aplicaron la “experiencia romana” y utilizando la misma mano de obra indígena, multiplicaron la extracción del metal dorado buscando los llampos ricos a mayor profundidad. Hay una linda metáfora que dice que los conquistadores españoles fueron la continuación del imperio romano en América.

Esto si se tiene en cuenta que los romanos llegaron a Extremadura, la punta de Iberia y de su imperio, donde 1500 años después se embarcarían allí los principales hombres de la conquista. Lo cierto es que los españoles trajeron una tecnología de punta para la explotación subterránea de las minas y se adentraron cientos de metros al interior de las montañas a través de decenas de kilómetros de socavones, galerías, piques y chiflones. Los indígenas entraban sobre las vetas hasta unos pocos metros, exactamente hasta donde alcanzaba la luz solar y explotaban menas de minerales oxidados. Excavaban con barretas de cobre endurecido y aleaciones broncíneas ya que no conocieron el hierro. Este desfasaje tecnológico fue fundamental en el choque de civilizaciones, ya que el acero de las armas de los españoles, sumado a la pólvora y el caballo, se impuso al cobre y al bronce de las armas indígenas americanas. Los hierros y aceros con que se fabricaban las armas, y la pólvora con que se hacían las cargas mortíferas, se utilizaron esta vez para fabricar barretas y pólvora negra que permitían volar el frente de los socavones y avanzar en profundidad en busca de las vetas de mayor riqueza. La adaptación de los instrumentos de labranza de los agricultores castellanos y los elementos de uso en la navegación (sogas, escaleras, etcétera), se utilizaron en las minas americanas y de allí que términos de la agricultura y la marinería aparecen en los vocabularios y léxicos mineros más antiguos. La búsqueda de otras guías de exploración fue parte del empirismo de los prospectores coloniales. La palabra indígena “paco” designa al color marrón amarillento, bayo o rubio.

Es el color de los llamados “carneros de la tierra”, o sea de los camélidos, entre ellos la alpaca. Llamarle pacos a los policías en Bolivia sería en razón del color de los uniformes que estos utilizaban. Precisamente esos son los colores que se forman por oxidación superficial de las vetas mineralizadas donde la pirita o sulfuro de hierro, que es el acompañante más común de los minerales metalíferos, se transforma en óxidos e hidróxidos de hierro de colores ocres. La búsqueda de zonas con pacos fue otra de las guías que orientó en sus pesquisas a los viejos prospectores. Muchas veces los pacos eran coincidentes con los panizos, o sea lugares donde se observaba directamente la presencia de minerales. El sabio mineralogista hispano boliviano Alvaro Alonso Barba, autor de una magnífica obra titulada “Arte de los Metales” (1640) rescata algunas de esas guías de exploración y entre otras evidencias menciona aquella de observar los cerros donde luego de una nevada no se haya concentrado nieve en un lugar determinado. La observación empírica era que donde había mineralizaciones la nieve no se acumulaba.

Esto es cierto en razón de que los minerales en superficie se descomponen en sales (sulfatos, carbonatos, cloruros, etcétera), que tienen como propiedad bajar el punto crioscópico de la nieve y fundirla (igual que cuando se arroja sal en una carretera nevada para impedir la formación de hielo). Por tanto donde la nieve se derretía a poco de tocar el suelo y luego desaparecía eran los lugares de interés para la búsqueda mineral. También era útil la toponimia indígena. En el caso de la lengua del inca, llamada quechua, que publicara en un voluminoso diccionario Fray Diego González Holguín, en 1608, en Lima, figuran algunos términos útiles, entre ellos cori (oro), cori chacra (mina de oro), colque (plata), colque koya (mina de plata), koya (veta), coricapa koya (mina rica de oro), colque capa koya (mina rica de plata), pisiyak koya (mina pobre). De esta manera los cambios en la coloración de los cerros, los indicios de minerales, las toponimias indígenas, la falta de acumulación de nieve en ciertos lugares, todos ellos y muchos más eras guías útiles para la búsqueda de las minas.

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Luego de que los españoles dieran en 1545 con el más tarde universalmente famoso cerro Rico de Potosí, surgió por necesidad una analogía metafórica que tenía que ver con la curiosa forma de teta de mujer que presentaban algunas montañas mineralizadas andinas. Casi siempre aquellos cerros con forma de teta tenían vetas de metales preciosos en su interior. Existen numerosos yacimientos en la región andina que cumplen con esa sentencia. Mucho tiene que ver con la geometría de los cuerpos mineralizados y la naturaleza de la roca que al ser más firme y resistente a la erosión que la roca de caja que la contiene, tarda más en erosionarse. De esta manera el cuerpo porfídico o subvolcánico mineralizado queda en relieve con respecto a las rocas vecinas acompañantes.

A veces la meteorización da una tonalidad rosada al conjunto tal como ocurre precisamente con el cerro Rico de Potosí, la mayor concentración geoquímica de plata en el planeta Tierra. Forma y color fueron suficientes para disparar la imaginación de los conquistadores españoles ávidos de metales preciosos, y también de sexo, cuando estamparon la frase de “Cerro con forma de teta, ahí está la veta”, que les sirvió de guía y estímulo a la exploración. Téngase presente que desde el descubrimiento de América en 1492 hasta el fin de la conquista en 1550, los españoles recorrieron 24 millones de kilómetros cuadrados explorando casi de punta a punta el continente americano. Los españoles fueron ganando experiencia en la metalogenia desconocida de un continente desconocido. Nada tienen que ver el edificio andino y sus tipos de yacimientos con los existentes en la península ibérica que habían sido explotados desde la época de los romanos. Independientemente de que en ambas regiones hay oro, plata, mercurio, plomo, cobre, zinc y otros metales, pero en contextos geológicos, geodinámicos y metalogénicos diferentes.

El oro de los aluviones podía ser el mismo o parecido y los indígenas americanos lo habían aprovechado sólo superficialmente y así está registrado desde los primeros documentos que se inician con las propias cartas de Colón a los reyes de España. Ello en razón de que no conocían que pasaba en profundidad y tampoco tenían herramientas ni técnicas para explotar los llampos profundos. Al respecto puede consultarse la magnífica Historia General y Natural de las Indias de Gonzalo Fernandez de Oviedo y Valdés donde se explican los métodos que usaban los indígenas para lavar el oro. Los españoles aplicaron la “experiencia romana” y utilizando la misma mano de obra indígena, multiplicaron la extracción del metal dorado buscando los llampos ricos a mayor profundidad. Hay una linda metáfora que dice que los conquistadores españoles fueron la continuación del imperio romano en América.

Esto si se tiene en cuenta que los romanos llegaron a Extremadura, la punta de Iberia y de su imperio, donde 1500 años después se embarcarían allí los principales hombres de la conquista. Lo cierto es que los españoles trajeron una tecnología de punta para la explotación subterránea de las minas y se adentraron cientos de metros al interior de las montañas a través de decenas de kilómetros de socavones, galerías, piques y chiflones. Los indígenas entraban sobre las vetas hasta unos pocos metros, exactamente hasta donde alcanzaba la luz solar y explotaban menas de minerales oxidados. Excavaban con barretas de cobre endurecido y aleaciones broncíneas ya que no conocieron el hierro. Este desfasaje tecnológico fue fundamental en el choque de civilizaciones, ya que el acero de las armas de los españoles, sumado a la pólvora y el caballo, se impuso al cobre y al bronce de las armas indígenas americanas. Los hierros y aceros con que se fabricaban las armas, y la pólvora con que se hacían las cargas mortíferas, se utilizaron esta vez para fabricar barretas y pólvora negra que permitían volar el frente de los socavones y avanzar en profundidad en busca de las vetas de mayor riqueza. La adaptación de los instrumentos de labranza de los agricultores castellanos y los elementos de uso en la navegación (sogas, escaleras, etcétera), se utilizaron en las minas americanas y de allí que términos de la agricultura y la marinería aparecen en los vocabularios y léxicos mineros más antiguos. La búsqueda de otras guías de exploración fue parte del empirismo de los prospectores coloniales. La palabra indígena “paco” designa al color marrón amarillento, bayo o rubio.

Es el color de los llamados “carneros de la tierra”, o sea de los camélidos, entre ellos la alpaca. Llamarle pacos a los policías en Bolivia sería en razón del color de los uniformes que estos utilizaban. Precisamente esos son los colores que se forman por oxidación superficial de las vetas mineralizadas donde la pirita o sulfuro de hierro, que es el acompañante más común de los minerales metalíferos, se transforma en óxidos e hidróxidos de hierro de colores ocres. La búsqueda de zonas con pacos fue otra de las guías que orientó en sus pesquisas a los viejos prospectores. Muchas veces los pacos eran coincidentes con los panizos, o sea lugares donde se observaba directamente la presencia de minerales. El sabio mineralogista hispano boliviano Alvaro Alonso Barba, autor de una magnífica obra titulada “Arte de los Metales” (1640) rescata algunas de esas guías de exploración y entre otras evidencias menciona aquella de observar los cerros donde luego de una nevada no se haya concentrado nieve en un lugar determinado. La observación empírica era que donde había mineralizaciones la nieve no se acumulaba.

Esto es cierto en razón de que los minerales en superficie se descomponen en sales (sulfatos, carbonatos, cloruros, etcétera), que tienen como propiedad bajar el punto crioscópico de la nieve y fundirla (igual que cuando se arroja sal en una carretera nevada para impedir la formación de hielo). Por tanto donde la nieve se derretía a poco de tocar el suelo y luego desaparecía eran los lugares de interés para la búsqueda mineral. También era útil la toponimia indígena. En el caso de la lengua del inca, llamada quechua, que publicara en un voluminoso diccionario Fray Diego González Holguín, en 1608, en Lima, figuran algunos términos útiles, entre ellos cori (oro), cori chacra (mina de oro), colque (plata), colque koya (mina de plata), koya (veta), coricapa koya (mina rica de oro), colque capa koya (mina rica de plata), pisiyak koya (mina pobre). De esta manera los cambios en la coloración de los cerros, los indicios de minerales, las toponimias indígenas, la falta de acumulación de nieve en ciertos lugares, todos ellos y muchos más eras guías útiles para la búsqueda de las minas.

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