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Como decíamos ayer...

Sabado, 08 de diciembre de 2012 23:31

La semana pasada me otorgaron el premio nacional “Abogacía Argentina” que entrega anualmente Adepa y la Faca.

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La semana pasada me otorgaron el premio nacional “Abogacía Argentina” que entrega anualmente Adepa y la Faca.

Quiero agradecer al diario, que durante diez años ofreció el más genuino espacio de libertad de expresión.

Fray Luis de León (1527-1591) fue rector de la Universidad de Salamanca, y uno de los más populares profesores. Una tarde mientras se encontraba dando clase, fue detenido por orden de la temible Inquisición a raíz de sus ideas un tanto liberales (se había atrevido a traducir el “Cantar de los cantares” al latín). Fue sometido a los terribles procedimientos del Tribunal del Santo Oficio, hasta que luego de cinco interminables años fue declarado inocente. El retorno del religioso agustino a su cátedra (conocida como la de Santo Tomás de Aquino), produjo gran conmoción: ¿qué diría este humanista sobre los cinco años de oprobio y los crueles tormentos?... Ante el tenso silencio de la numerosa audiencia, comenzó diciendo: “como decíamos ayer...”.

Esta historia viene a cuento porque, como muchos de los lectores saben, la semana pasada me otorgaron el premio nacional “Abogacía Argentina” que entrega anualmente Adepa (Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas) y la Faca (Federación Argentina de Colegios de Abogados), al periodista o abogado, cuyo trabajo haya promovido la comprensión de los valores de libertad, justicia, democracia, federalismo y la extensión de los derechos constitucionales. El premio se otorgó en base a artículos publicados durante el último año en El Tribuno. Y aunque no me creo Fray Luis de León, ni tampoco mi columna debe despertar mayores expectativas; tuve el temor de defraudar a quienes esperaban que el premio fuera un aliciente para mejorar lo que escribo. Lamento desilusionarlos. Para no arriesgarme, he preferido salir del molde y, por primera vez, dejar traslucir una cierta personalización al escribir. En primer lugar porque debo realizar agradecimientos, que solo un medio de gran difusión como El Tribuno permite hacerlo. Justamente es a este importante diario que quiero agradecer que durante los diez años en los que -semanalmente- vengo publicando estas notas, ofreció el más genuino espacio de libertad de expresión, sin ni siquiera sugerir un tema o inducir a que los artículos fueran de un matiz determinado. Personalizo el agradecimiento en el maestro de periodistas Carlos Vernazza (“el profe”) y va, también, mi recuerdo a la maravillosa pluma del Dr. Marcelo O'Connor. Mi agradecimiento también al amigo Juan, “lustra” que se acercó a mi esposa, el martes pasado, en la plaza 9 de julio, para que me transmitiera sus congratulaciones. Esa y las muchas felicitaciones que he recibido en estos días, me resultan más valiosas que el premio en sí. Obviamente también agradezco a todos aquellos que durante estos dos lustros me han estado alentando por mis publicaciones. Agradezco también las despiadadas críticas (a esto se le llama “hipocresía”).

La referencia a Salamanca también se vincula a uno de los momentos de mi vida -como éste- en que desbordaba de orgullo por haber sido invitado (de la mano del decano del Derecho del Trabajo, Dr. Juan Carlos Fernández Madrid) a dar una conferencia en sus centenarias aulas. Allí, además, conocí una serie de historias, que quizás no tengan absoluto rigor científico (como todo lo que deriva de la tradición oral), pero que sin duda resultan curiosidades dignas de ser contadas. Paso a relatarlas.

Origen de la Salamanca

Aunque los catedráticos que allí consultamos manifestaron su ignorancia, indagaciones posteriores nos permitieron determinar que si bien el nombre Salamanca se remonta a ignotas raíces latinas, hacia el siglo XIV, el vulgo comenzó a identificar la “Salamanca” con la práctica de hechizos y alquimias que presumía se llevaban a cabo en las aulas de la Universidad. De allí que a la mítica “salamandra” (ser fantástico, espíritu elemental del fuego) se la deformara también como “salamanquesa”.

Derecho a pataleo

En la universidad medieval los alumnos pagaban por cada clase y las de Luis de León eran las más concurridas. Las aulas en Salamanca -que aún se conservan como en aquellos tiempos- son inmensas, muy altas, muy húmedas, muy frías. Como las largas horas de permanencia dejaba ateridos a los estudiantes, Luis de León inventó el “derecho a pataleo” para que durante cinco o diez minutos los alumnos pudieran zapatear desde sus bancas y entrar en calor. Según las normas de la época, los alumnos sin títulos nobiliarios debían llegar antes a las aulas, para ceder los asientos -ya calentitos- a los estudiantes de la nobleza.

Estar en Capilla

Dentro de la hermosa catedral salamantina, existe una capilla circular, la de Santa Bárbara: en el medio una yacente estatua funeraria de algún obispo, a los costados una serie de sillones, al frente -mirando hacia la entrada y casi sobre la cabeza del monumento sepulcral- una modesta silla. La pétrea cabeza del obispo se encuentra brillante y desgastada, por constituirse en involuntario “apoya-pies”. En este lugar se daba el examen final para lograr el Doctorado de Salamanca. Aquí el aspirante aguardaba durante horas que se constituyera la mesa examinadora con todos los profesores que ocuparían los sillones asignados. En la espera repasaba los libros, sentado en la pequeña silla y apoyando su pie sobre la lustrosa cabeza obispal: “estaba en capilla”.

El pueblo de Salamanca aguardaba ansioso el resultado: si se aprobaba ­Salamanca tenía un nuevo Doctor! que salía por la “Puerta Grande” de la Catedral y era recibido en medio de festejos que incluían el sacrificio de un novillo. Con la sangre del novillo el flamante doctor tenía permitido el honor de escribir sobre las paredes de la Universidad una palabra conmemorativa (creo que generalmente Victoria). Esta costumbre se mantiene, pero -más civilizadamente- se utiliza esmalte sintético rojo (aunque pintarrajear las paredes es una costumbre bárbara, resulta más civilizado no hacerlo con sangre fresca).

Pero si no aprobaba... Si no aprobaba, debía salir por una puerta chica, donde también lo esperaba el pueblo, pero esta vez para tirarle huevos, tomates, piedras, etc. porque Salamanca no tenía un nuevo doctor.

De Yakespeare y vencedores

Otro importante rector de la Universidad de Salamanca fue Don Miguel de Unamuno (1891-1936). Durante una clase, al referirse a la influencia de las tragedias griegas sobre la literatura inglesa, reiteradamente hizo referencia a Shakespeare pronunciándolo en su fonética española (yakespeare), hasta que un pedante del auditorio lo corrigió a viva voz: “shexpir, profesor”. Unamuno lo miró impertérrito y continuó diciendo: “Well, Shakespeare retired to his hometown in 1611, but found himself in several lawsuits, such as...” Y continuó toda la conferencia hablando en inglés.

Cuando se produjo la sublevación del Ejército español que encabezó el general Francisco Franco, Unamuno no tuvo reparos en censurarlo públicamente y en un acto celebrado en la Universidad, en presencia del general Millán Astray (uno de los sublevados), le espetó: “venceréis, pero no convenceréis”. La respuesta del General (digna de figurar en la Historia Universal de la Infamia) fue: “­Viva la muerte, muera la inteligencia!”.

 

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