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Más sobre ciencias y pseudociencias

Viernes, 11 de mayo de 2012 20:50

El 13 de febrero pasado el Dr. Ricardo Alonso, un amigo que aprecio, publicó un artículo al que tituló “La ciencia y las pseudociencias”, en el que hace un elogio del conocimiento científico afirmando, entre otras ideas, que la ciencia “es el conocimiento verdadero de las cosas por sus principios y sus causas” y que “no conocer la diferencia entre ciencia verdadera y pseudociencia puede llevarnos a poner nuestra salud en riesgo”. Expongo aquí algunos puntos de vista diferentes.
El saber y el conocer son capacidades propias del ser humano. El hombre se relaciona con el universo y los otros seres actuando con diferentes niveles de percepción, conocimiento y comprensión de la realidad (cada hombre es diferente en su modo de pensar y de captar la realidad). Pero el hombre es un ser social y comparte sus experiencias e ideas con otros hombres. De esta transmisión de los conocimientos entre los hombres surge lo que llamamos el “conocimiento común”.
También el hombre ha intentado mejorar ese “conocimiento común”, creando una categoría de conocimientos superiores o más desarrollados a los que llama “conocimientos científicos”. ¿Qué es lo que permite catalogar a un conocimiento como científico? Principalmente dos cosas: la sistematización y la racionalidad. Lo que señalamos como “ciencias” forma un cuerpo coherente de enunciados y teorías fundados y contrastables, que se convierten finalmente en “conocimientos científicos” por la aprobación de “la comunidad científica”. Así, tenemos los conocimientos de la física, la matemática, la filosofía, la economía...
Pero hay muchos pensadores que advierten sobre las limitaciones de los conocimientos científicos. Alan Chalmers, por ejemplo, afirma: “No hay ningún método que permita probar que las teorías científicas son verdaderas”. Carl Jung dice que es notable que “un pueblo tan bien dotado e inteligente como el chino no haya desarrollado nunca lo que nosotros llamamos ciencia”. En el siglo pasado Einstein y otros pensadores de la física moderna han demostrado que las leyes de la naturaleza, a las que creíamos inmutables, son meras estadísticas que dejan lugar a las excepciones. El azar interviene de manera parcial o total en todos los acontecimientos del universo y podemos decir que una secuencia de hechos que se ajuste de manera absoluta a las leyes de la naturaleza constituye casi una excepción.
Están también los conocimientos generados por disciplinas que no se ajustan al rigor científico como la astrología, la rabdomancia, la homeopatía, el feng shui, la numerología, el tarot y otras a las que el Dr. Alonso llama “pseudociencias” (algunas de estas disciplinas en la Edad Media se conocían como “ciencias ocultas o diabólicas”). ¿De dónde surge el conocimiento de Ulrica (o el de cualquier brujo o vidente), la adivinadora de “Un baile de máscaras” (la ópera de Verdi) que lee las manos del gobernador y le vaticina con precisión la muerte a manos de su mejor amigo? ¿O la exactitud del rabdomante para encontrar agua subterránea a partir de los datos que le informa un simple péndulo que cuelga de su mano? Ambos están haciendo trabajar con mayor énfasis su hemisferio derecho del cerebro, donde se sitúan las capacidades intuitivas, el conocimiento inconsciente, el pensamiento analógico, la noción de lo intemporal. No todo lo que puede conocer el ser humano con certeza surge de su pensamiento lógico y racional o de cálculos y análisis lineales (lado izquierdo del cerebro). Los saberes de un buen astrólogo, de un numerólogo capaz, de una grafóloga competente y de tantos otros “falsos” científicos pueden ser tan válidos o útiles como los del más exacto y “limitado” científico. El desafío del hombre también está en poder utilizar armónicamente su lado “oscuro” del cerebro y, desarrollando sus capacidades “irracionales”, vivir mejor, más sano y más seguro en este mundo. ¿O acaso las 230 mil personas que fueron víctimas de las tsunamis que generó el maremoto del 26 de diciembre de 2004 no hubieran preferido tener la “intuición” y el “olfato” de los elefantes, las vacas y otros animales que buscaron los lugares altos del terreno antes de que lleguen las olas? (Las noticias de ese momento destacaron que no había muerto ningún animal en la catástrofe).
 

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El 13 de febrero pasado el Dr. Ricardo Alonso, un amigo que aprecio, publicó un artículo al que tituló “La ciencia y las pseudociencias”, en el que hace un elogio del conocimiento científico afirmando, entre otras ideas, que la ciencia “es el conocimiento verdadero de las cosas por sus principios y sus causas” y que “no conocer la diferencia entre ciencia verdadera y pseudociencia puede llevarnos a poner nuestra salud en riesgo”. Expongo aquí algunos puntos de vista diferentes.
El saber y el conocer son capacidades propias del ser humano. El hombre se relaciona con el universo y los otros seres actuando con diferentes niveles de percepción, conocimiento y comprensión de la realidad (cada hombre es diferente en su modo de pensar y de captar la realidad). Pero el hombre es un ser social y comparte sus experiencias e ideas con otros hombres. De esta transmisión de los conocimientos entre los hombres surge lo que llamamos el “conocimiento común”.
También el hombre ha intentado mejorar ese “conocimiento común”, creando una categoría de conocimientos superiores o más desarrollados a los que llama “conocimientos científicos”. ¿Qué es lo que permite catalogar a un conocimiento como científico? Principalmente dos cosas: la sistematización y la racionalidad. Lo que señalamos como “ciencias” forma un cuerpo coherente de enunciados y teorías fundados y contrastables, que se convierten finalmente en “conocimientos científicos” por la aprobación de “la comunidad científica”. Así, tenemos los conocimientos de la física, la matemática, la filosofía, la economía...
Pero hay muchos pensadores que advierten sobre las limitaciones de los conocimientos científicos. Alan Chalmers, por ejemplo, afirma: “No hay ningún método que permita probar que las teorías científicas son verdaderas”. Carl Jung dice que es notable que “un pueblo tan bien dotado e inteligente como el chino no haya desarrollado nunca lo que nosotros llamamos ciencia”. En el siglo pasado Einstein y otros pensadores de la física moderna han demostrado que las leyes de la naturaleza, a las que creíamos inmutables, son meras estadísticas que dejan lugar a las excepciones. El azar interviene de manera parcial o total en todos los acontecimientos del universo y podemos decir que una secuencia de hechos que se ajuste de manera absoluta a las leyes de la naturaleza constituye casi una excepción.
Están también los conocimientos generados por disciplinas que no se ajustan al rigor científico como la astrología, la rabdomancia, la homeopatía, el feng shui, la numerología, el tarot y otras a las que el Dr. Alonso llama “pseudociencias” (algunas de estas disciplinas en la Edad Media se conocían como “ciencias ocultas o diabólicas”). ¿De dónde surge el conocimiento de Ulrica (o el de cualquier brujo o vidente), la adivinadora de “Un baile de máscaras” (la ópera de Verdi) que lee las manos del gobernador y le vaticina con precisión la muerte a manos de su mejor amigo? ¿O la exactitud del rabdomante para encontrar agua subterránea a partir de los datos que le informa un simple péndulo que cuelga de su mano? Ambos están haciendo trabajar con mayor énfasis su hemisferio derecho del cerebro, donde se sitúan las capacidades intuitivas, el conocimiento inconsciente, el pensamiento analógico, la noción de lo intemporal. No todo lo que puede conocer el ser humano con certeza surge de su pensamiento lógico y racional o de cálculos y análisis lineales (lado izquierdo del cerebro). Los saberes de un buen astrólogo, de un numerólogo capaz, de una grafóloga competente y de tantos otros “falsos” científicos pueden ser tan válidos o útiles como los del más exacto y “limitado” científico. El desafío del hombre también está en poder utilizar armónicamente su lado “oscuro” del cerebro y, desarrollando sus capacidades “irracionales”, vivir mejor, más sano y más seguro en este mundo. ¿O acaso las 230 mil personas que fueron víctimas de las tsunamis que generó el maremoto del 26 de diciembre de 2004 no hubieran preferido tener la “intuición” y el “olfato” de los elefantes, las vacas y otros animales que buscaron los lugares altos del terreno antes de que lleguen las olas? (Las noticias de ese momento destacaron que no había muerto ningún animal en la catástrofe).
 

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