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Adiós a Carlos Fuentes, gladiador de la vida y del entusiasmo literario

Miércoles, 16 de mayo de 2012 10:04

Ayer se extinguió, con la brusquedad de un soplo sobre el temblor de una vela, la increíble vitalidad de Carlos Fuentes. El novelista murió a los 83 años en México, su país -aunque había nacido en Panamá- a pocos días de haber visitado la Feria del Libro de Buenos Aires. Nadie se lo esperaba. El autor de “La región más transparente” tenía una peripecia vital que lo eximía de cualquier sospecha de finitud (o pronta finitud). Pero el corazón, acostumbrado a marcar su propio ritmo, ayer dijo basta. En la retina de quienes vieron a don Carlos recorrer animadamente los pasillos de la Feria del Libro de Buenos Aires todavía quedan esquirlas de la contradicción.
Nadie se lo esperaba, salvo el mismo Fuentes, que desde hace varios años, con la actitud precavida de quien pone con tiempo el mantel a la espera de las visitas, ya tenía lista su lápida y su tumba en un rinconcito de París. “Tengo un monumento muy bonito esperándome”, le dijo a El Tribuno días atrás, durante una conferencia ofrecida en Buenos Aires, en el marco de la presentación de sus dos últimos libros (“Carolina Grau” y “La gran novela latinoamericana”, de Alfaguara). Ese sitio está en el cementerio de Montparnasse, donde también están Cortázar, Porfirio Díaz, Sartre y Beauvoir.
En ese mismo lugar están sepultados sus dos hijos: Carlos, fallecido en 1999, a los 25 años, enfermo de hemofilia; y Natasha, “la isla solitaria” -como la llamaba don Carlos- quien fue encontrada sin vida en 2005, en un barrio del Distrito Federal. La joven murió a los 29 años, en circunstancias poco claras.
Fuentes jamás pudo recuperarse de estas pérdidas, que marcaron -desde ese momento- todo lo que escribiría. Así y todo, tuvo fuerzas para seguir adelante con su obra literaria y su intensa actividad crítica. La disciplina fue su nave insignia. Se levantaba al amanecer y escribía a mano en gruesos blocks de papel. Como resultado del ejercicio le quedaron los dedos curvos, deformes, igual a los de los pianistas que bautizamos genios.
Fue un intelectual en el sentido más clásico, un hombre de mundo. Su prosa estuvo influida por Jorge Luis Borges, José Lezama Lima, Jorge Iberguengoitía, Góngora, Quevedo y el cine de Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni, él nunca dejó de apreciar la llegada de las nuevas voces y los nuevos estilos, convencido como estaba de que gran parte del futuro de la literatura estaba en América Latina. Fuentes formó parte junto a Cortázar, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez del llamado “boom”, un cuarteto que catapultó la literatura del continente a las principales capitales del mundo. En Buenos Aires, había declarado que el tiempo no lo vencería. Y así será.

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Ayer se extinguió, con la brusquedad de un soplo sobre el temblor de una vela, la increíble vitalidad de Carlos Fuentes. El novelista murió a los 83 años en México, su país -aunque había nacido en Panamá- a pocos días de haber visitado la Feria del Libro de Buenos Aires. Nadie se lo esperaba. El autor de “La región más transparente” tenía una peripecia vital que lo eximía de cualquier sospecha de finitud (o pronta finitud). Pero el corazón, acostumbrado a marcar su propio ritmo, ayer dijo basta. En la retina de quienes vieron a don Carlos recorrer animadamente los pasillos de la Feria del Libro de Buenos Aires todavía quedan esquirlas de la contradicción.
Nadie se lo esperaba, salvo el mismo Fuentes, que desde hace varios años, con la actitud precavida de quien pone con tiempo el mantel a la espera de las visitas, ya tenía lista su lápida y su tumba en un rinconcito de París. “Tengo un monumento muy bonito esperándome”, le dijo a El Tribuno días atrás, durante una conferencia ofrecida en Buenos Aires, en el marco de la presentación de sus dos últimos libros (“Carolina Grau” y “La gran novela latinoamericana”, de Alfaguara). Ese sitio está en el cementerio de Montparnasse, donde también están Cortázar, Porfirio Díaz, Sartre y Beauvoir.
En ese mismo lugar están sepultados sus dos hijos: Carlos, fallecido en 1999, a los 25 años, enfermo de hemofilia; y Natasha, “la isla solitaria” -como la llamaba don Carlos- quien fue encontrada sin vida en 2005, en un barrio del Distrito Federal. La joven murió a los 29 años, en circunstancias poco claras.
Fuentes jamás pudo recuperarse de estas pérdidas, que marcaron -desde ese momento- todo lo que escribiría. Así y todo, tuvo fuerzas para seguir adelante con su obra literaria y su intensa actividad crítica. La disciplina fue su nave insignia. Se levantaba al amanecer y escribía a mano en gruesos blocks de papel. Como resultado del ejercicio le quedaron los dedos curvos, deformes, igual a los de los pianistas que bautizamos genios.
Fue un intelectual en el sentido más clásico, un hombre de mundo. Su prosa estuvo influida por Jorge Luis Borges, José Lezama Lima, Jorge Iberguengoitía, Góngora, Quevedo y el cine de Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni, él nunca dejó de apreciar la llegada de las nuevas voces y los nuevos estilos, convencido como estaba de que gran parte del futuro de la literatura estaba en América Latina. Fuentes formó parte junto a Cortázar, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez del llamado “boom”, un cuarteto que catapultó la literatura del continente a las principales capitales del mundo. En Buenos Aires, había declarado que el tiempo no lo vencería. Y así será.

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