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Se fue Perecito, se fue el poeta

Lunes, 14 de enero de 2013 12:00

Como la mayoría de los salteños, conocí a Miguel Ángel Pérez primero por sus zambas. Fue en El Farito, donde le gustaba compartir las empanadas del Gringo mientras veía a la ciudad y a sus habitantes, derramarse hacia el centro del día. Sin ninguna otra intención que solo estar. Así era Perecito.

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Como la mayoría de los salteños, conocí a Miguel Ángel Pérez primero por sus zambas. Fue en El Farito, donde le gustaba compartir las empanadas del Gringo mientras veía a la ciudad y a sus habitantes, derramarse hacia el centro del día. Sin ninguna otra intención que solo estar. Así era Perecito.

Con ese mote me lo presentaron y siempre lo llamé de esa manera; aunque sin sacarle el “don” norteño, que se imponía ante una figura como él, que ya bordeaba los 80 años.

Ese día recordó sus frustradas experiencias en el periodismo, su imposibilidad para comprender dónde estaban los hechos periodísticos y dejar entretenerse en el vuelo de los pájaros o en la fragilidad de la gente a la que le pasan cosas que salen en las noticias.

Entre risas describió para los comensales las diferencias entre el periodismo y la poesía, aunque aseguró que el material con el que trabajan es el mismo: la realidad que nos rodea.

Por momentos, en medio de las charlas, veía hacia otro tiempo, muy atrás, cuando la ciudad que se levantaba delante nuestro era muy diferente. Perecito compartió la “edad edénica” de la poesía salteña. Los baños junto al Cuchi Leguizamón, Castilla y León Felipe, en un río Arenales que por entonces era un vergel. Y de las almas brotaban palabras semejantes, con sonidos de agua corriendo y de sauces, como confesiones en voz baja, y con la complicidad de todo el paisaje.

Como masticando el tiempo

“La poesía tiene que ver con dónde vive uno, con cómo habla la gente a nuestro alrededor. Por eso uno no es el dueño de la poesía, sino el pueblo”, me dijo otra vez en una entrevista.
Luego vendría la edad oscura de la dictadura “que nos desparramó a todos y nos obligó a vivir escondidos, a disimular con oficios que no nos delataran. Una vez nos sorprendimos con Osvaldo Juane ¡pensando en poner una peluquería!”, contaba entre risas.
Sin embargo, veía con cierta pena a los más jóvenes que “no tuvieron la oportunidad de compartir con los que estaban antes de ellos, de contagiarse. La columna vertebral de la cultura fue cortada y también la continuidad de un trabajo muy profundo de la poesía y de las artes”, se lamentaba.
Por desgracia, Perecito se fue. Sin hacer ruido, como era él nomás. Quedan sus dichos dispersos, sus memorias que es nuestro propio recuerdo como comunidad. Pero sobre todo sus poesías, que nunca dejaran de cantarse, de disfrutarse. De decirnos que un mundo mejor no solo es posible sino que está aquí, que lo estamos pisando.
Siempre tranquilo, hacia adentro como masticando el tiempo, con un hablar pausado que solo aparecía cuando era el momento. Nunca trataba de llamar la atención, muy por el contrario.
 

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