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Sinsabores del arte culinario

Viernes, 04 de enero de 2013 20:17

 El almuerzo de los domingos en lo de doña Eduviges Elizabide había sido, como lo era siempre, sabroso y suculento. Los tallarines caseros, con pollos, bien regados con ricas chinchibirras elaboradas por don Luchín Armengot, y vinos Coll, bebidas aportadas por el vate Oscar Acuña y el maestro Delmiro, invitados habituales, estuvieron, como se dice, para chuparse los dedos.
Los dos amigos no solamente llevaron el vino y las gaseosas, también colaboraron en la matanza de las aves de corral, que pelaron las mochas Paca y Lola. Y los postres. Doralba se lució con el dulce de cuaresmillos y sus ñañas, Mercedes y Rosarito le compraron quesillos a la marchanta sanlorenceña, doña Dorotea, que bajaba los domingos de sus pagos, a lomo de su yegua, con las árganas repletas de esos ricos requesones.
Después del almuerzo doña Eduviges se acomodó en la mecedora y se durmió una merecida siesta bajo del emparrado del patio.
Se armó una partida de truco entre los jóvenes. El vate y su novia, y Delmiro y Mercedes, hacían pareja. Rosarito se encargaba de repartir los porotos para “evitar malentendidos”. El vate y Doralba iban perdiendo como en la guerra, y justo cuando comenzaban otra partida en la que los perdidosos pensaban desquitarse, se despertó doña Eduviges, casi a los gritos: -¡Chicas, van a ser las cinco de la tarde! ¡Vayan a bañarse que tienen que ir al cumpleaños de la hija de mi comadre Felisa! ¡Después andan a las apuradas! ¡Vayan!
El asunto fue que se desarmó la partida, y el vate quedó con sangre en el ojo porque no lo dejaron recuperarse por la interrupción de doña Eduviges. Y sobre ella volvió su atención. El vate buscaba y encontraba en su eventual futura suegra motivos de diversión, pues la señora, dominada por su carácter, y su inocencia, digamos, siempre caía en las redes del cachafaz.
--¿Durmió bien, suegrita?, preguntó amablemente. Parecía muy cansada.
--¡Yo no soy ni espero ser su “suegrita! Y, sí. Estaba cansada, no sólo de amasar los tallarines, preparar el tuco y controlar que las gallinas estuviesen a punto, sino, y sobre todo, ¡de soportarlo a usted con sus gansadas! ¡Yo no sé cómo mija lo aguanta!
--¿Sabe, suegra? Sus tallarines estuvieron de primera. Pero el tuco...
--¡No soy su suegra, ya li dicho! ¿Qué tiene que decir del tuco? ¡Si no le gustó no lo hubiera comido! ¡Un poco más y se lame el plato!
--No, muy rico su tuco, pero muy fuerte, me cayó algo pesado. Vea, el otro día nos invitó a Delmiro y a mí el tano Macorito y nos sirvió unos ñoquis, hechos por él, de película. ¡Y qué salsa, vea doña Eduviges! Livianita como una pluma. Claro que él le lleva ventaja en esto de las pastas, por el solo hecho de ser italiano.
--Yo no soy vasca! Mi difunto marido, que esté en la gloria, sí lo era. Mi apellido de soltera es Pirone, de la mejor cepa italiana, ¡así que no hable pavadas!
En eso regresó Doralba, recién bañadita. --¿Sobre qué discuten ustedes? ¡Cuándo será el día en que dejen de pelearse!, dijo.
--No fue nada, explicó el vate. Sólo le decía a tu madre que ella, por ser vasca, no está al tanto del arte culinario italiano.
--¡Qué dice, deslenguado, desvergonzado! ¡Ay, hijita, tapate los oídos! ¡Este señor no te respeta!
.
.
Más tarde, en el Bar Madrid, conversaban los dos amigos. --¡Che! ¡Cómo la hacés engranar a la vieja! ¿Qué habrá creído que es el arte culinario?, dijo Delmiro. ¡Cómo se puso!
--¡Vaya uno a saber!, se rió el vate.

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 El almuerzo de los domingos en lo de doña Eduviges Elizabide había sido, como lo era siempre, sabroso y suculento. Los tallarines caseros, con pollos, bien regados con ricas chinchibirras elaboradas por don Luchín Armengot, y vinos Coll, bebidas aportadas por el vate Oscar Acuña y el maestro Delmiro, invitados habituales, estuvieron, como se dice, para chuparse los dedos.
Los dos amigos no solamente llevaron el vino y las gaseosas, también colaboraron en la matanza de las aves de corral, que pelaron las mochas Paca y Lola. Y los postres. Doralba se lució con el dulce de cuaresmillos y sus ñañas, Mercedes y Rosarito le compraron quesillos a la marchanta sanlorenceña, doña Dorotea, que bajaba los domingos de sus pagos, a lomo de su yegua, con las árganas repletas de esos ricos requesones.
Después del almuerzo doña Eduviges se acomodó en la mecedora y se durmió una merecida siesta bajo del emparrado del patio.
Se armó una partida de truco entre los jóvenes. El vate y su novia, y Delmiro y Mercedes, hacían pareja. Rosarito se encargaba de repartir los porotos para “evitar malentendidos”. El vate y Doralba iban perdiendo como en la guerra, y justo cuando comenzaban otra partida en la que los perdidosos pensaban desquitarse, se despertó doña Eduviges, casi a los gritos: -¡Chicas, van a ser las cinco de la tarde! ¡Vayan a bañarse que tienen que ir al cumpleaños de la hija de mi comadre Felisa! ¡Después andan a las apuradas! ¡Vayan!
El asunto fue que se desarmó la partida, y el vate quedó con sangre en el ojo porque no lo dejaron recuperarse por la interrupción de doña Eduviges. Y sobre ella volvió su atención. El vate buscaba y encontraba en su eventual futura suegra motivos de diversión, pues la señora, dominada por su carácter, y su inocencia, digamos, siempre caía en las redes del cachafaz.
--¿Durmió bien, suegrita?, preguntó amablemente. Parecía muy cansada.
--¡Yo no soy ni espero ser su “suegrita! Y, sí. Estaba cansada, no sólo de amasar los tallarines, preparar el tuco y controlar que las gallinas estuviesen a punto, sino, y sobre todo, ¡de soportarlo a usted con sus gansadas! ¡Yo no sé cómo mija lo aguanta!
--¿Sabe, suegra? Sus tallarines estuvieron de primera. Pero el tuco...
--¡No soy su suegra, ya li dicho! ¿Qué tiene que decir del tuco? ¡Si no le gustó no lo hubiera comido! ¡Un poco más y se lame el plato!
--No, muy rico su tuco, pero muy fuerte, me cayó algo pesado. Vea, el otro día nos invitó a Delmiro y a mí el tano Macorito y nos sirvió unos ñoquis, hechos por él, de película. ¡Y qué salsa, vea doña Eduviges! Livianita como una pluma. Claro que él le lleva ventaja en esto de las pastas, por el solo hecho de ser italiano.
--Yo no soy vasca! Mi difunto marido, que esté en la gloria, sí lo era. Mi apellido de soltera es Pirone, de la mejor cepa italiana, ¡así que no hable pavadas!
En eso regresó Doralba, recién bañadita. --¿Sobre qué discuten ustedes? ¡Cuándo será el día en que dejen de pelearse!, dijo.
--No fue nada, explicó el vate. Sólo le decía a tu madre que ella, por ser vasca, no está al tanto del arte culinario italiano.
--¡Qué dice, deslenguado, desvergonzado! ¡Ay, hijita, tapate los oídos! ¡Este señor no te respeta!
.
.
Más tarde, en el Bar Madrid, conversaban los dos amigos. --¡Che! ¡Cómo la hacés engranar a la vieja! ¿Qué habrá creído que es el arte culinario?, dijo Delmiro. ¡Cómo se puso!
--¡Vaya uno a saber!, se rió el vate.

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