¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

20°
25 de Abril,  Salta, Centro, Argentina
PUBLICIDAD

Luis Chalabe: “Cuando uno tiene el hábito del trabajo es difícil quedarse quieto”

Domingo, 08 de diciembre de 2013 01:52

Luis Chalabe tiene 72 años, es hijo de un inmigrante persa, don Odicio Chalabe, y de Argentina Dagun, cuya familia es siria. A pesar de sus orígenes, la nostalgia de los expatriados que vivieron lamentándose por haber perdido sus cielos y sus cantos no figura en el inventario de los bienes heredados por su familia. Con la misma naturaleza pragmática que le sirvió a su padre para exorcizarse las ambivalencias que conlleva el desarraigo, don Luis no extrañó la medicina ni el canto, sus vocaciones truncas, en parte porque siempre mostró disposición para dedicarse al negocio. Con igual temperamento, acepta los caprichos del mercado argentino y le encuentra encanto a cada etapa de la vida. No es poco, entonces, el legado que deben atesorar sus hijos Ana (45, diseñadora); Carolina (43, arquitecta), Luis (41, analista de sistema); y Silvina (34, empresaria) ni sus siete nietos. Tantas ciudades recorridas, tantos personajes conocidos y su permanencia ininterrumpida en el rubro durante 54 años dan a don Luis Chalabe autoridad y razón para decir lo suyo.

Alcanzaste el límite de notas gratuitas
inicia sesión o regístrate.
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
Nota exclusiva debe suscribirse para poder verla

Luis Chalabe tiene 72 años, es hijo de un inmigrante persa, don Odicio Chalabe, y de Argentina Dagun, cuya familia es siria. A pesar de sus orígenes, la nostalgia de los expatriados que vivieron lamentándose por haber perdido sus cielos y sus cantos no figura en el inventario de los bienes heredados por su familia. Con la misma naturaleza pragmática que le sirvió a su padre para exorcizarse las ambivalencias que conlleva el desarraigo, don Luis no extrañó la medicina ni el canto, sus vocaciones truncas, en parte porque siempre mostró disposición para dedicarse al negocio. Con igual temperamento, acepta los caprichos del mercado argentino y le encuentra encanto a cada etapa de la vida. No es poco, entonces, el legado que deben atesorar sus hijos Ana (45, diseñadora); Carolina (43, arquitecta), Luis (41, analista de sistema); y Silvina (34, empresaria) ni sus siete nietos. Tantas ciudades recorridas, tantos personajes conocidos y su permanencia ininterrumpida en el rubro durante 54 años dan a don Luis Chalabe autoridad y razón para decir lo suyo.

¿Cómo se hace para conservar un negocio tantos años?

Hay que luchar y una de las formas es tener en la cabeza que si hemos pasado épocas tan malas y seguimos en la lucha, se puede seguir. Porque si se ha pasado épocas terriblemente duras cuando, por ejemplo, no había información disponible, y había que llamar cada día a Rosario o a Buenos Aires para preguntar cuáles eran los precios. Una época -durante la última dictadura- vendíamos mucho por mutuales y los clientes nos pagaron con atraso, pero sin tener en cuenta la inflación, y esos son golpes que uno debe asimilar y seguir.

Y ahora las restricciones a las importaciones les pesan a los comerciantes armadores...

Sí. Lo malo de la época actual es que no hay material. Hay cosas que la gente busca y no hay. También es imposible competir con lo de afuera y ahora ya no se puede ni viajar afuera, pero el país siempre fue así.

Cuénteme la historia de su familia...

Mi madre era de Jujuy. Mi padre, de Irán. Pero no le gustaba que le dijeran iraní sino persa. Se llamaba Odicio Chalabe y mi mamá Argentina Dagun. A mi padre lo trajeron sus hermanos mayores, que ya vivían en El Carmen, Jujuy. Y ahí conoció a mi mamá. Tuvieron diez hijos (seis hombres y cuatro mujeres), de los cuales siete siguen vivos. El llegó a Salta porque uno de sus hermanos mayores había venido a poner una bicicletería en la calle 20 de Febrero, que se llamaba bicicletería Persia. Después, mi papá se separó de los hermanos y abrió su negocio en la calle Urquiza, en la vereda de enfrente, antes de llegar a Florida.

¿Cómo era poner una bicicletería en aquel momento?

Cuando empecé a trabajar sí estaba en auge, pero anteriormente era un rubro de mucha lucha. No había bicicleterías en Salta. En realidad, había dos o tres, que ya no existen: la de Orce, la de Maldonado, y después empezaron a venir porque Salta era la ciudad de la bicicleta.

¿Y eso por qué era?

A la gente le gustaba como transporte, debido a que no eran tan grandes las distancias. Salta terminaba en las calles Jujuy y La Rioja, para el lado norte, un poco más allá de la Entre Ríos. La Sociedad Rural quedaba detrás de Gimnasia y atrás era campo. Así que imagínese lo que avanzó Salta...

¿Y todas las clases sociales compraban su bicicleta?

Sí, y hoy también. Antes la bicicleta era para el trabajador, pero ahora tiene moto, entonces la bicicleta se redujo a los chicos y a las especiales para hacer ejercicio. Están avanzando los rollers, pero no la desplazarán. Tengo 54 años en el negocio.

¿Qué lo llevó a trabajar con su padre en el negocio?

Yo me había ido a estudiar a Córdoba Medicina. Estaba en segundo año y entonces mi padre se infartó. Eramos diez hermanos, todos con ocupaciones, pero me hicieron venir a mí porque sabían que a mí me gustaba. Mi hermano Enrique me acompañó de 1978 hasta 2000, cuando se retiró para dedicarse a su profesión. Pero me ha ido bien. Yo ya estoy jubilado y me encuentra aquí porque me aburro en casa. Cuando uno tiene el hábito del trabajo es difícil quedarse quieto. Lo discutí con mi cardiólogo. Si me quedo en casa lo único que puedo hacer es darme manija, entonces no. Vengo, me entretengo. Mi hija Silvina estudiaba Medicina y por unos problemas musculares debió dejar y ahora está a cargo del negocio y le gusta.

¿Cuáles son los periodos en que el rubro floreció y en cuáles hubo complicaciones?

Se aguantó mucho. Antes había inflación, quizá superior a la de ahora, pero con la ventaja de que había mercadería, no faltaba. Esto ahora es porque hay muchas partes de la bicicleta que la industria argentina no fabrica. Hoy nadie quiere instalarse.

¿Qué es eso de llevar el ciclismo adentro?

Siempre hubo mucha gente que trabaja todos los días y llegaba el descanso y al ciclismo porque lo llevaban adentro. Don José Manresa, don Trovato, don Bernardino Olivera, Bertuzzi, toda esa gente vieja del ciclismo. Muchos ya no están, aunque otros sí, como don René López. Hay gente que apenas puede caminar de anciana y usted lo ve llegar en la bicicleta y dice: “Me falta un repuestito para la bici de carrera”. No la quieren dejar. Y después está la otra: la competición. Antes se hacían muchas carreras en el parque San Martín, en la segunda rotonda de Tres Cerritos. Ahora se hacen en rutas nuevas que no tienen tanto tráfico.

Usted fue folclorista...

Sí, fui uno de los que comenzó con Los de Salta. Nos venía preparando el Dr. Saravia Toledo, uno de los fundadores de Los Chalchaleros. Y ensayé medio año porque mi padre me dijo que debía irme a estudiar. En el cuarto festival de Cosquín, en el 64, fui representando a Salta. Ahí estuvimos mi hermano, Quintero y yo. Teníamos un trío melódico que actuaba siempre en las fiestas de las escuelas. Ellos dos iban al Colegio Nacional y me hablaron para que formáramos un trío. Yo tenía 24 años, ellos eran más chicos.

Unos años bien vividos fueron esos...

Sí, yo no me puedo quejar de la vida que llevé. Que trabajé mucho, sí, no se lo niego a nadie, pero trabajar me gusta. Yo veía la vida de los cantores, que andaban siempre a los saltos y sentía que eso no era para mí.

¿Todavía canta?

Ni el arroz con leche. Mi hermano sí. El más chico de mis hermanos, Fernando Chalabe, el Ultimo de los Mohicanos, como le decimos los otros. El canta en el Teatro Colón y vive en Buenos Aires hace treinta años. La otra vez (el 24 de agosto pasado) se presentó en el Teatro Provincial con la obra “Madame Butterfly”, y él era el tenor, el personaje principal. El me dijo: “No esperes que me aplaudan”. Y yo le pregunté: “¿Qué? ¿Andás mal de la garganta?”. “No, es que por el personaje que hago es para que me insulten”. Y ese día, cuando salió la protagonista, la aplaudieron de pie y cuando salió mi hermano, lo abuchearon por el papel que hacía, aunque después lo aplaudieron. A mi hermano desde chiquito le gustó la música.

Viéndolo ya consagrado, interpretando al teniente Pinkerton en un hito de Giacomo Puccini, ¿le volvió algún recuerdo de la niñez?

Cuando ensayábamos, se ponía sobre la cama con la guitarra y cantaba. Nosotros fuimos muy amigos del Cuchi Leguizamón y cantamos en Cafayate con el Cuchi. La pasábamos bien siempre, porque el Cuchi con Patricio Giménez a eso de las cuatro de la mañana aparecían en la casa de mi viejo, porque la querían mucho a mi hermana y a mi hermano que está en Buenos Aires y seguían a esa hora de la madrugada tocando la guitarra y el piano.

Como todo buen vendedor usted es un semblanteador, pero la mayoría de la gente lo veía al maestro Leguizamón y no lo reconocía...

Siempre le pasaba. Le cuento: el Cuchi Leguizamón era mi profesor de Literatura en el Colegio Nacional, y yo que era más gordo y negro que ahora (risas)... era bien quemado porque siempre andaba bajo el sol jugando al rugby o en la pileta, y el Cuchi me puso de apodo “Michi de Carbonería”. Luego de muchos años, un día estábamos con unos importadores muy importantes en Buenos Aires, salíamos de un café de la calle Florida y siento que me pegan el grito: “¡Michi de Carbonería!”. Yo me hacía el gil no más, pero al final me doy vuelta y lo veo. “¡Doctorazo, cómo le va!, que esto y que esto otro”, y los otros lo saludaron así no más. Usted sabe que el Cuchi era medio raro: llevaba siempre la barba larga y siempre coqueando. Entonces cuando se va, le digo: “¿Usted sabe quién era ese?”, a un tipo que era importador y exportador y que era dueño de un piso en la peatonal Florida. “Ese es el doctor Leguizamón, de Salta; pero usted lo va a conocer mejor como el Cuchi Leguizamón, el folclorista”. “No me digas, ¡cómo no me has dicho!”, reclamaba. Después vino a Salta y me pedía que se lo presentara. Se lo llevé, se lo presenté, todo. Y charlaron, dónde puedo comprar esto, tinajas, monturas, y el Cuchi lo mandaba a cualquier parte, lo mandaba a Cafayate a buscar tinajas (risas). Churazo era el Cuchi...

También gastaba bromas...

Después de la actuación en la Serenata de Cafayate, salíamos. El Cuchi sí que sabía adonde ir. Eramos un grupo grande. Estaban Zamba Quipildor, César Isella, mi hermano... entonces el Cuchi tocaba una puerta. “Tanto, ¿hay vino?”. “Sí, sí hay, Cuchi”. “Bueno, hay pieza”, decía. Y cantábamos una pieza. Y venía un auto y lo parábamos. El Cuchi se arrimaba a la ventanilla y preguntaba: “¿Tienen vino?”. El hombre le tenía miedo, pero le dijo que sí, una botellita. Y se la dio. Yo me arrimé al del auto y le dije: “¿Sabe quiénes son?”. “No”, dijo, y estaba asustado. “El que le ha pedido el vino es el Cuchi Leguizamón, aquel es César Isella, el otro es Zamba Quipildor, etc. “¿Les puedo sacar una foto?”, preguntó. Y así era, así la pasábamos. Era muy linda época, pero ya se acabó y hay que seguir trabajando...

¿Tiene sueños pendientes? ¿Algo que le quedó sin hacer?

Fíjese que no. Yo quería tener a mis hijos bien y lo conseguimos, mantener el nombre de Chalabe en el negocio, y sigue. Estamos desde marzo de 1930 y ya vamos a cumplir 84 años. El otro día estábamos viendo con un amigo cuál era el negocio más viejo del centro y creo que el único que me gana es La Sudamericana. Todavía no conversé con ellos para ver de qué año son, pero creo que es el único más viejo que nosotros.

Así que vieron ir y venir a un montón de comerciantes y acompañaron las modificaciones y el crecimiento del centro...

Uf, uf. Sí, por ahí me vienen a preguntar y les digo: “Acá estaba Fotos Iris, después librería La Florencia, la pastelería La Moderna, el taller de batería y nosotros. Y después era para allá todo casas de familia y el joyero sirio -que ya no existe- la tintorería La Japonesa... y yo me acuerdo de todo...

Todo lo va llevando a hacer balances...

Yo le digo a mi esposa que me voy a afiliar a Pieve porque me parece que me estoy por morir (risas). Mire, ayer vino un médico y me dijo: “Estoy viviendo en Santa Fe, pero quería saludarlo. Usted me atendía con la bicicleta”. Hace 30 o 35 años fácil que no lo veía. Después me llamó mi sobrino y me dijo: “Ahí está Hugo Jiménez hablando en la radio, recordando la época en que cantaba con vos”. Yo no puedo encontrarlo para agradecerle, porque me alabó un montón. Cantábamos juntos cuando éramos chicos porque en nuestra época escolar vivía cerca de mi casa.

¿Y qué siente cuando encuentra gente que lo quiere homenajear?

Me pongo orgulloso. Tengo que reconocer que en estos momentos estoy orgulloso de que se acuerden de mí. Y que me pase esto: que Hugo Giménez me alabe ¡el Huguito! y son cosas que se dan, no siempre todas juntas, pero se dan.

Temas de la nota

PUBLICIDAD