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Les presentamos a la Piel de Judas

Viernes, 28 de junio de 2013 21:26

Después de una larga ausencia otra vez estoy al pie del cañón. En mi descargo digo que ese parate fue provocado, no por causas que puedan atribuírseme, sino por el viaje del dibujante Yerba a Nueva York impulsado por el deseo de verificar si la ciudad de los rascacielos era, “casas más, casas menos”, igualita a Santiago del Estero, embeleco, como es público y notorio, fraguado en ambas márgenes del Río Dulce.

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Después de una larga ausencia otra vez estoy al pie del cañón. En mi descargo digo que ese parate fue provocado, no por causas que puedan atribuírseme, sino por el viaje del dibujante Yerba a Nueva York impulsado por el deseo de verificar si la ciudad de los rascacielos era, “casas más, casas menos”, igualita a Santiago del Estero, embeleco, como es público y notorio, fraguado en ambas márgenes del Río Dulce.

La “piel de Judas” es el sambenito que se les cuelga, entre otros personajes, a los chicos traviesos, desobedientes, insufribles, malcriados, etcétera, que todos los lectores habrán conocido y padecido. Las hubo y las hay en todas las épocas y latitudes.

La piel de Judas que nos desvelaba en el barrio con su presencia, era una chiquilina delgadita de unos 7 años, con una cara que era una pinturita de la inocencia y la bondad. Tenía cabellos castaños, claritos, que le caían en bucles inamovibles hasta los hombros; una sonrisa encantadora y fácil, y unos bonitos ojos verdes que invitaban a la confianza. Se llamaba Leonor y la apodaban la Rulitos.

Pero todos en el barrio sabían, por mentas o propia experiencia, que la adorable Leonor, o Rulitos, solamente tenía de buenita la apariencia. Era, en verdad, una piel de Judas, hecha y derecha.

En la escuela tenían un formulario de apercibimientos para ella sola, y era tarea casi diaria de sus padres tratar, con justificaciones y ruegos, que le levantaran esas advertencias.

Rulitos mostraba hondo arrepentimiento, fingido por si hace falta decirlo, y como era linda y compradora, y parecía una niñita angelical, todo le era perdonado.

En su casa se cuidaba de demostrar su naturaleza de “enfant terrible” pues sus hermanos, algo mayores que ella, le hacían sentir sin miramientos el rigor de sus cocachos.

Los que la sufrían eran sus abuelos que, ya cansados de aguantarla, habían decidido, “con gran dolor en el alma”, dijo la nona, prohibirle la entrada a su casa.

Les hacía iniquidades

La gota que les puso la paciencia a un tris de rebasarse fue el petardo que la Rulito hizo explotar bajo la mecedora en la que su abuela dormía la siesta bajo el parral. La señora quedó enredada entre los racimos de uva Monterrico, y anduvo un mes con los nervios pidiendo pido.

La paciencia de los nonos se rebasó cuando comenzaron a notar ciertas asquerosidades en el baño. Exactamente, las toallas limpias que la abuela ponía por la mañana, por la tarde, después de almuerzo, aparecían inmundas y hediendo a caca. ¿Quién era el cochino si a esa hora, en la que ellos almorzaban, nadie venía? Así por varios días hasta que el abuelo resolvió el misterio. Era la Rulitos que, aprovechando que los viejitos comían, y hacían larga sobremesa, ella tomaba por asalto el baño, defecaba y se limpiaba el trasero con las toallas. El nono la sorprendió con las toallas en el tafanario. Con las manos en la masa, como se dice.

La piel de Judas se llamaba Leonor y la apodaban la Rulitos, aunque no faltaban quienes le daban motes irreproducibles.

 

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