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Buenos Aires y la metamorfosis

Viernes, 05 de julio de 2013 23:17

En aquellos tiempos era común que el vecino, o vecina, que viajara a Buenos Aires y permaneciera aunque fuese una semana en esa metrópolis, volviese al barrio convertido en otra persona: su indumentaria era distinta a la usual, su peinado era otro, sus modales diferentes y, lo más llamativo, la entonación y modulación de su voz resultaban desconocidas. De pausada y cadenciosa devenía torrente de “erres” incomprensibles para el oído provinciano. ­Y qué decir de su léxico!

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En aquellos tiempos era común que el vecino, o vecina, que viajara a Buenos Aires y permaneciera aunque fuese una semana en esa metrópolis, volviese al barrio convertido en otra persona: su indumentaria era distinta a la usual, su peinado era otro, sus modales diferentes y, lo más llamativo, la entonación y modulación de su voz resultaban desconocidas. De pausada y cadenciosa devenía torrente de “erres” incomprensibles para el oído provinciano. ­Y qué decir de su léxico!

Dicen que esas transformaciones ya no existen, que ahora los que viajan, sobre todo por primera vez, regresan sin cambios notables, salvo contadas excepciones. Debe ser, sin duda, por efecto de la globalización. Pero antaño era otro cantar.

Conocida es aquella anécdota de la hija de don Segismundo Céspedes que, después de pasar una temporada admirando el Obelisco, volvió al pago. Estaba cambiada casi en todo sentido. Se había “cortado el pelo como se usa” y se lo había “teñido color champán” (el tango es fuente de inspiración). Lucía pollera cortona “­Escadalosa!”, criticó doña Eduviges Elizabide- y abundancia de colorete. No solamente eso: vino desmemoriada, pues había olvidado el nombre de las cosas entre las que se había criado.

Don Segismundo tenía una pequeña huerta que cuidaba con esmero. Una tarde estaba el hombre escardando con su rastrillo el lugar. Llegó la hija y le preguntó: -Padre, ¿cómo se llama ese instrumento que estás usando? ¿Para qué sirve?

Don Segismundo no le contestó, fastidiado por la tilinguería de la chica.

Un par de días después ésta pisó el rastrilló que había quedado tirado a un costado de la huerta, y el mango, vengador, le rebotó en la frente. - ­Ay, ay!, se quejó la aporteñada. ­Qué hace este rastrillo de porquería aquí!

Se le curó la amnesia de golpe.

En el barrio hubo otros casos.

Por ejemplo, el del chango Vargas, que se fue a Buenos Aires llamándose Pascual Elio y volvió como Juan Carlos. Era un muchacho alto, morocho, con inquietudes artísticas. En la capital, contó, hizo teatro, se hizo las uñas, se depiló las cejas, y hasta consiguió novio. Regresó hecho una pinturita.

Buenos Aires cabia, o cambiaba, a la gente. Otro salteño, que no era del barrio, pero merece figurar en esta galería, músico él, actualmente famoso, en sus primeros años en la hoy Ciudad Autónoma, solía recorrer la avenida de Mayo envuelto en un poncho rojo y coqueando.

Si hablaba con alguien lo hacía con acento telúrico. Velay, tatita. Pero en cuantito ponía el pie en nuestra cotópolis, lo hacía sin el poncho y sin el acullico, y aturdiendo con las erres. ¿Viste?

Por hoy es suficiente.

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