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Un gran artista, forjado en el corazón de Salta

Sabado, 10 de agosto de 2013 02:26

Probablemente, con su voz cálida y pausada, y sus modales inconfundibles de criollo salteño, Eduardo Falú sienta y piense que su romance con la guitarra continúa, después de su muerte, en ese lugar sin lugar y en ese tiempo sin tiempo que solemos llamar “el más allá”.

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Probablemente, con su voz cálida y pausada, y sus modales inconfundibles de criollo salteño, Eduardo Falú sienta y piense que su romance con la guitarra continúa, después de su muerte, en ese lugar sin lugar y en ese tiempo sin tiempo que solemos llamar “el más allá”.

Este artista extraordinario siguió siendo esencialmente salteño, esencialmente galponeño, a pesar de que hace 68 años se fue a vivir a Buenos Aires y, desde allí, se proyectó al mundo.

Su guitarra maravillosa, de la que se enamoró a los nueve años, fue el instrumento que le permitió llevar a cada rincón del mundo los acordes inspirados por su infancia en Metán.

Con Jaime, Arturo y Juan Carlos Dávalos había aprendido, muy joven, que la poesía y la música se enredaban en seis cuerdas para engendrar un canto imperecedero. Con César Perdiguero se fue pronto a Buenos Aires, en 1945, Fueron la avanzada de esa ola cultural que produjo el estallido del folclore de los "60, que con el tango se iban confabulando para crear el arte nacional.

Desde radio El Mundo y desde miles de escenarios populares difundieron zambas, carnavalitos, huaynos y bailecitos. Tabacalera. Zamba de la Candelaria, Canción del jangadero, Trago de sombra, Rosa de los vientos, Tonada del Viejo amor... son obras que forman parte de un legado inolvidable.

Salteño y universal. Enamorado de la guitarra. Hombre de bien.

Su nombre se asocia con los de Manuel J. Castilla, León Benarós, también el de Jorge Luis Borges y con el “Romance a la Muerte de Juan Lavalle”, que lo llevó a recorrer innumerables escenarios nacionales junto con Ernesto Sábato. París, Roma, Londres, Estados Unidos, Alemania, cada rincón de Japón admiraron a este salteño de ley.

Aprendió sin maestro a pulsar las cuerdas. “Mi relación con la guitarra es muy armónica y afectuosa. Ella y yo aprendimos a tenernos paciencia. Presiento que es un vínculo que seguirá hasta que nos separe la muerte”, dijo alguna vez. Después de centenares de composiciones, miles de conciertos y más de un millón y medio de discos vendidos, llegó la muerte aparente, pero Falú y su guitarra siguen juntos y enamorados, en la memoria de los argentinos, para quienes se convirtieron en símbolo y arrullo.

Hijo de un matrimonio de inmigrantes sirios, aprendió de ellos a ser soñador. En el almacén de su padre pulsó por primera vez el cuerpo curvilíneo de la guitarra y fue artista autodidacta. Sus manos se encallecieron en las cuerdas.

“Utilizo yema y uña. La cuerda pisa ahí y resbala por la uña: ese es el sonido mas redondo, porque el sonido de uña sola es muy flaco y si fuera de yema sola, es muy débil; bonito pero débil. Los callos duermen sobre las yemas. Sin ellos no podría tocar”.

Reconocido como uno de los grandes guitarristas del mundo, Eduardo Falú jamás perdió su sencillez y su bonhomía. Fue, además, emblema de un tiempo muy especial para la cultura de Salta y también para la del país.

Miembro de una familia que construyó un sólido prestigio, no era político, pero un día quiso prestarle un servicio especial a Salta, como candidato a vicegobernador. No lo dejaron, por un problema de domicilio. Quizá el que lo decidió no era salteño, o tenía miedo del enorme prestigio del artista. Falú no necesitaba certificado de domicilio para que lo reconocieran como salteño, como no lo necesitaba ninguno de esa generación que recogió el folclore de cada rincón de la provincia y lo colocó en lo más alto de la cultura nacional.

 

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