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Maracaná, la pasión irrepetible

Miércoles, 16 de abril de 2014 01:50

Mi alma canta,
Viejo Rio de Janeiro.
Estoy muriendo de saudades.
Rio, tu mar, playa sin fin.
Rio, tu que fuiste hecha para mí.
Tom Jobim.

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Mi alma canta,
Viejo Rio de Janeiro.
Estoy muriendo de saudades.
Rio, tu mar, playa sin fin.
Rio, tu que fuiste hecha para mí.
Tom Jobim.

¿Usted se imagina que el aeropuerto de Ezeiza, Ministro Pistarini, pase a llamarse Jorge Luis Borges o Julio Cortázar? ¿O que la terminal de Salta se llame Manuel J. Castilla? 

Esto seguramente sería, aparte de las críticas de rigor, tomado como una afrenta. Sin embargo, los brasileños no solo valoran como nosotros a los héroes de la patria, sino también a los cultores e intelectuales que le dan vida a un país. Por eso, el aeropuerto de Río de Janeiro se llama Antonio Carlos Jobim, popularmente conocido como Tom Jobim, un privilegiado que junto con Vinicius de Moraes, le dieron brillo a la bossa nova. 

Tres días atrás, el domingo último, estaba en Río de Janeiro viendo la final del torneo carioca, es decir, el campeonato de los equipos que se encuentran dentro de este estado. La ocasión era imperdible porque se enfrentaban Flamengo vs Vasco da Gama, el club que fundaron los descendientes de los portugueses.
Las entradas, como es de suponer, estaban agotadas. Por lo tanto, el mercado negro estaba a sus anchas. Estos vendían los tickets más baratos a unos $ 2.000, una cifra altísima si tenemos en cuenta que el salario mínimo en Brasil es de $ 3.200.

Me sentí un privilegiado cuando ingresé a uno de los estadios de fútbol más simbólicos de todos los tiempos. El escenario donde 203.567 espectadores brasileños, el 16 de julio de 1950, iban a ser parte del llanto masivo más grande que se recuerde en un espectáculo deportivo. Este fenómeno se denominó “El Maracanazo”, cuando en contra de todas las previsiones la selección de Brasil perdió contra Uruguay 2 a 1, luego de golear a Suecia y España, quedando fuera del campeonato mundial. 

Todo parecía tan fácil, que el día del partido los diarios brasileños anticipaban un resultado victorioso para su selección, pero este triunfalismo excesivo se derrumbó estrepitosamente porque Uruguay, pese a todo, no era un rival menor, ya que hasta entonces había obtenido la copa del mundo en 1930, dos juegos olímpicos y ocho copas de América.

Era “imposible” perder

Era un carnaval anticipado. Se habían vendido 500.000 camisetas. Había monedas acuñadas de cada uno de los jugadores. Y el francés Jules Rimet, entonces presidente de la FIFA, llevaba escrito en portugués el discurso que pronunciaría en el momento de proclamar a los campeones. 

Por el otro lado, los periodistas y diplomáticos uruguayos se conformaban con que le hicieran no más de cuatro goles. Por eso, el director técnico charrúa les dijo a sus dirigidos: “juguemos a la defensiva porque sino pasaremos vergüenza”.

Al comienzo del segundo tiempo Brasil se puso en ventaja, luego igualó Schiaffino, y cuando faltaban diez minutos el uruguayo Alcides Ghiggia, el último de los sobrevivientes de aquella hazaña, gracias a un error del arquero Barbosa, selló el triunfo definitivo.

Derrota y suicidios

Se había cumplido el célebre “Maracanazo”, un sueño inalcanzable para Uruguay. Más de 200.000 brasileños se fueron llorando. El presidente de la FIFA le entregó a escondidas a Obdulio Varela, en el vestuario, la estatuilla de oro. Dijo Rimet: “apenas le estreché la mano y me retiré sin poder decirle una sola palabra de felicitación para su equipo”. En el campo de juego, no hubo ceremonia alguna, y Uruguay se quedó con la leyenda, la copa, el mito y la gloria.

Varela, al ser consultado sobre el desarrollo del encuentro se sinceró: “nos llenaron de pelotazos, si hubiésemos jugado cien veces más, no hubiésemos ganado nunca”. 

El arquero Barbosa, que murió hace apenas catorce años, no podía salir a la calle sin que lo señalaran como el culpable de ese fracaso.

Por su parte, el uruguayo Ghiggia dijo: “solo tres personas silenciaron el Maracaná: Frank Sinatra, el Papa Juan Pablo II y yo”.

Los suicidios fueron incontables en todo el país, y aunque desde 1958 Brasil ganó cinco campeonatos mundiales, hoy todavía se añora la revancha.

El nombre de un periodista

El estadio se llama en realidad Mario Filho, en honor a un periodista. Pero todos lo conocen como Maracaná, ya que ese es el nombre del barrio donde está emplazado. 

Allí en el 2013 se jugó la copa Confederaciones. Este año, el 13 de julio próximo, se jugará la final del mundial de fútbol. Y en el 2016 se utilizará para la apertura y clausura de los Juegos Olímpicos.
Ya no es el estadio con mayor capacidad del planeta, porque por disposición de la FIFA todos deben estar sentados, por lo que su capacidad se redujo a 78.838 personas. En lo alto del podio ahora está el predio de Piongyang, en Corea del Norte, que alberga a 150.000. Le sigue el Calcuta de la India con 120.000, el Azteca de México con 105.000, el de Melbourne con 101.000 y el Nou Camp de Barcelona con 99.300.
El predio del Maracaná es de forma oval y tiene 246.000 metros cuadrados. Fue el primero en el mundo en poseer un sector VIP y también escaleras mecánicas. Hay decenas de bares, restaurantes, un hospital con capacidad para 130 camas y juegos para niños. Su visión es sencillamente perfecta y su playa de estacionamiento puede albergar hasta 16.000 vehículos.

Cuando el último domingo este cronista presenció el partido entre el Flamengo y el Vasco da Gama, y el primero obtuvo el empate que lo coronó campeón cuando se jugaba tiempo de descuento, lo que se escuchó no fue solo un festejo, sino un rugido ensordecedor. Eso hizo que el espectáculo superara cualquier expectativa.

Todo lo contrario de lo expresado por el uruguayo Juan Schiaffino que al consagrarse campeón en 1950 dijo: “escuché algo que no fue ruido, sentí el silencio”. 

 

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