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El giro populista de EEUU puede llevar al mundo hacia un futuro incierto

Domingo, 22 de enero de 2017 01:30
En el discurso inaugural de su mandato, el presidente Donald Trump ratificó todos los objetivos de su campaña electoral, que consisten en cerrar no solo la economía, sino todas las políticas futuras en función de los intereses de los Estados Unidos.
Con un perfil idéntico al de los populistas de derecha e izquierda, describió una pretendida debacle norteamericana, que serviría como excusa para adoptar medidas de excepción, burlar las instituciones y concentrar el poder. Fiel a ese modelo, Trump invocó la representación absoluta del pueblo, a pesar de que menos del 40 por ciento de los estadounidenses confían en él y a pesar, también, de que en las elecciones de noviembre, obtuvo tres millones de votos menos que su adversaria Hillary Clinton.
El nuevo presidente se dirigió a ese pueblo como si todos los ciudadanos creyeran que Estados Unidos es víctima de los abusos de otras naciones a las que supuestamente subsidia y que los males de la economía se resolverán clausurando o arancelando las importaciones de México y China, expulsando inmigrantes mexicanos o aniquilando al terrorismo islámico.
Esas simplificaciones, habituales en gobernantes autocráticos de países periféricos, en boca del presidente de una superpotencia cobran nueva dimensión y obligan a pensar que la democracia republicana, la economía globalizada y el sistema de convivencia entre las naciones se dirigen a un nuevo orden mundial, absolutamente imprevisible y sin un marco institucional claro y preciso.
Trump anunció que con su llegada a la Casa Blanca, el poder pasa "de Washington al pueblo". La definición no es irrelevante. En todas las experiencias populistas, supuso eliminar los partidos políticos, actores esenciales de la democracia representativa, para reemplazarlos por organizaciones estatales absolutamente sometidas al líder circunstancial. Si el Congreso, la Justicia y el Partido Republicano no imponen límites, y si Trump gobierna con esos criterios, las consecuencias se harán sentir en el corto plazo en el planeta.
Más allá de que es imposible revertir la globalización de la economía, una experiencia que ya lleva tres décadas y que abreva del intercambio y la innovación tecnológica, los sistemas productivos modernos son interdependientes. La ruptura de acuerdos comerciales con un mercado de la envergadura del estadounidense, así como el manejo unilateral del sistema financiero pueden llevar a la bancarrota a otros países, con consecuencias directas en el ámbito de la diplomacia y la seguridad.
Para América Latina, las amenazas dirigidas especialmente a México constituyen una pésima señal, en un horizonte económico que se muestra complejo y que requiere un clima de seguridad para la inversión.
Por otra parte, la amenaza -formulada por Trump- de que el principal aliado de la OTAN podría restringir sus aportes, compromete la existencia misma del organismo. El choque frontal de intereses entre el nuevo presidente y China, asociado al acercamiento a un régimen sin apego a los valores republicanos ni a los derechos humanos, como es el caso de la Rusia de Vladimir Putin, dejan un amplio espacio de incertidumbre y temor. Lo mismo ocurre con el otro gran desafío del siglo XXI, que es el terrorismo islámico en todas sus variantes. Las afirmaciones acerca de que ISIS será "erradicado definitivamente de la tierra" insinúan cierto mesianismo bélico.
Trump es un empresario exitoso con enorme experiencia en negocios en distintos países. Sabe muy bien cómo se mueve la economía del mundo y es muy probable que en su fuero interno conozca los límites que tiene, incluso, un presidente norteamericano. También es cierto que las instituciones estadounidenses han exhibido, a lo largo de dos siglos, una notable capacidad para mantener el equilibrio interno.
No obstante, para un mundo condicionado por la violencia terrorista, las migraciones y la pobreza, la incertidumbre es nociva; los pueblos de todos los países necesitan y me recen que Estados Unidos transmita confianza, seguridad y expectativas.
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En el discurso inaugural de su mandato, el presidente Donald Trump ratificó todos los objetivos de su campaña electoral, que consisten en cerrar no solo la economía, sino todas las políticas futuras en función de los intereses de los Estados Unidos.
Con un perfil idéntico al de los populistas de derecha e izquierda, describió una pretendida debacle norteamericana, que serviría como excusa para adoptar medidas de excepción, burlar las instituciones y concentrar el poder. Fiel a ese modelo, Trump invocó la representación absoluta del pueblo, a pesar de que menos del 40 por ciento de los estadounidenses confían en él y a pesar, también, de que en las elecciones de noviembre, obtuvo tres millones de votos menos que su adversaria Hillary Clinton.
El nuevo presidente se dirigió a ese pueblo como si todos los ciudadanos creyeran que Estados Unidos es víctima de los abusos de otras naciones a las que supuestamente subsidia y que los males de la economía se resolverán clausurando o arancelando las importaciones de México y China, expulsando inmigrantes mexicanos o aniquilando al terrorismo islámico.
Esas simplificaciones, habituales en gobernantes autocráticos de países periféricos, en boca del presidente de una superpotencia cobran nueva dimensión y obligan a pensar que la democracia republicana, la economía globalizada y el sistema de convivencia entre las naciones se dirigen a un nuevo orden mundial, absolutamente imprevisible y sin un marco institucional claro y preciso.
Trump anunció que con su llegada a la Casa Blanca, el poder pasa "de Washington al pueblo". La definición no es irrelevante. En todas las experiencias populistas, supuso eliminar los partidos políticos, actores esenciales de la democracia representativa, para reemplazarlos por organizaciones estatales absolutamente sometidas al líder circunstancial. Si el Congreso, la Justicia y el Partido Republicano no imponen límites, y si Trump gobierna con esos criterios, las consecuencias se harán sentir en el corto plazo en el planeta.
Más allá de que es imposible revertir la globalización de la economía, una experiencia que ya lleva tres décadas y que abreva del intercambio y la innovación tecnológica, los sistemas productivos modernos son interdependientes. La ruptura de acuerdos comerciales con un mercado de la envergadura del estadounidense, así como el manejo unilateral del sistema financiero pueden llevar a la bancarrota a otros países, con consecuencias directas en el ámbito de la diplomacia y la seguridad.
Para América Latina, las amenazas dirigidas especialmente a México constituyen una pésima señal, en un horizonte económico que se muestra complejo y que requiere un clima de seguridad para la inversión.
Por otra parte, la amenaza -formulada por Trump- de que el principal aliado de la OTAN podría restringir sus aportes, compromete la existencia misma del organismo. El choque frontal de intereses entre el nuevo presidente y China, asociado al acercamiento a un régimen sin apego a los valores republicanos ni a los derechos humanos, como es el caso de la Rusia de Vladimir Putin, dejan un amplio espacio de incertidumbre y temor. Lo mismo ocurre con el otro gran desafío del siglo XXI, que es el terrorismo islámico en todas sus variantes. Las afirmaciones acerca de que ISIS será "erradicado definitivamente de la tierra" insinúan cierto mesianismo bélico.
Trump es un empresario exitoso con enorme experiencia en negocios en distintos países. Sabe muy bien cómo se mueve la economía del mundo y es muy probable que en su fuero interno conozca los límites que tiene, incluso, un presidente norteamericano. También es cierto que las instituciones estadounidenses han exhibido, a lo largo de dos siglos, una notable capacidad para mantener el equilibrio interno.
No obstante, para un mundo condicionado por la violencia terrorista, las migraciones y la pobreza, la incertidumbre es nociva; los pueblos de todos los países necesitan y me recen que Estados Unidos transmita confianza, seguridad y expectativas.
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