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A través de varias generaciones, las madres se honran unas a otras

Valores, costumbres y transitar la vida es parte de la herencia que dejan las mamás. Mujeres de una familia salteña cuentan vivencias que se sostienen desde la bisabuela. 
Domingo, 15 de octubre de 2017 02:24

El filósofo y psicoterapeuta mexicano Miguel Jarquín Marín en su ensayo “El humanismo en la educación” (1993) postula que “la paternidad-maternidad es la presencia del hombre que a través de su estar con otro le transmite aquello en lo que aprendió a superar su tiempo, su generación y a sí mismo”. Y añade que con la educación que brinda transmite la esperanza de ser cada vez mejores.

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El filósofo y psicoterapeuta mexicano Miguel Jarquín Marín en su ensayo “El humanismo en la educación” (1993) postula que “la paternidad-maternidad es la presencia del hombre que a través de su estar con otro le transmite aquello en lo que aprendió a superar su tiempo, su generación y a sí mismo”. Y añade que con la educación que brinda transmite la esperanza de ser cada vez mejores.

Hoy, Día de la Madre, El Tribuno, sin salir a buscarla, halló esta verdad en el relato de tres mujeres a las que enlazó el hilo de la vida, y que aluden a la bisabuela, que no estuvo en la charla porque vive en Cafayate, pero que su presencia flota en el aire. 
Abuela, madre e hija, lejos de mostrarse desorientadas o impotentes frente a las infancias y adolescencias que les tocaron vivir con sus hijos, hicieron que prevalezca la certeza de tener algo importante para brindar a las generaciones que trajeron a este mundo. Incluso a contrapelo de la incertidumbre sobre los horizontes del futuro y el propósito de continuar con los valores familiares.

La hija

Silvana Lobos (43) es maestra y profesora de Ciencias de la Educación. Tiene a su cargo el cuarto grado del turno mañana en una escuela. Madre de Julieta (21), Luciano (20), Brisa (14) y Joaquín (10), ella y su marido, Alejandro Díaz (43), decidieron darles la noticia de que esperaban su primera hija a sus cuatro padres en conjunto.

Tenían trabajo, 21 años y venían proyectando casarse. La llegada de Julieta adelantaría estos planes. Cuando cena de por medio los mayores se enteraron de que serían abuelos, fue una sola mirada la que Silvana buscó. “Hubo muchas emociones encontradas de por medio, pero la reacción que recuerdo fue la de mi mamá, muy comprensiva y tranquila. Parecía que lo estuviera esperando”, refirió ella. Añadió que cuando tuvo a Julieta en sus brazos, los consejos y aportes para su maternidad le llegaron desde dos flancos: su madre y su suegra, que quisieron aportar el saber que les había dejado el cambiar pañales a seis hijos cada uno. “Diferían los médicos de mi mamá, cuando ellos decían que la lactancia materna debía ser exclusiva el mayor tiempo que pudiera y no había que darle la mamadera. Eso le sorprendió a ella: el que hubiera que retrasarle la papilla a la bebé. Y si bien aportaban ambas sus consejos, costumbres e ideas, yo hacía lo que sentía como mamá. Un poco las oía a ellas y en gran parte a los médicos”, recordó Silvana. A ella le tocó asumir el rol de la maternidad cuando ya se habían habilitado los procesos de revisión y resignificación de los vínculos filiares. “Mi mamá hacía absolutamente todo en el hogar y todo el tiempo. En la familia que formamos con Alejandro, los hábitos y las ocupaciones fueron distintas de las que yo había recibido de mi casa. Acostumbré a los chicos a ordenar su cuarto, lavar sus tazas y platos, y más grandes a cocinarse alimentos básicos. Yo estudiaba a la vez que trabajaba y éramos un gran equipo en el que todos ayudábamos porque la mamá, o sea, yo, tenía sus ocupaciones afuera también”. Así, por necesidad fue reconfigurando el esquema tradicional de reparto de tareas que tuvo de ejemplo.

“Lo único que hacía en el hogar hasta los 20 años era ayudar en la limpieza general de los sábados. Mi mamá era ama de casa y quizá por eso nos crió así y con mis hermanos le dedicábamos mucho tiempo al estudio. Pero mi familia debía organizarse distinto”, definió.

Para Silvana los desafíos que la distancian de la maternidad de su madre y de su abuela son la recuperación de los valores y la batalla contra los contenidos funestos que se cuelan a través de las redes sociales e Internet.
“Uno se preocupa ahora de la inseguridad del afuera, pero dentro de la casa también está el enemigo. Antes de ciertas cosas no se hablaba o no se las veía porque había más pudor y ciertos temas aparecen desvirtuados desde una tablet o un celular que manejen los chicos. Ante tanta información solo nos queda la compañía, la guía en el diálogo cotidiano, y en detalles hacerles ver que en su familia los aman, los esperan y los necesitan”, señaló Silvana.

La madre

Evelia Avellaneda (63) hace dos décadas enviudó de Ramón Lobos, con quien tuvo siete hijos: a Silvana, Alejandro (42), profesor de Educación Física; Carolina (39), subgerente de una cadena de cines; Julio (34), integrante de la Fuerza Aérea y que trabaja en el aeropuerto; Maximiliano (30); supervisor de RRHH de una cadena de supermercados; y Agustina (21), estudiante de Nutrición y de danza. Ellos le dieron, hasta el momento, diez nietos.
Al formar su familia aún era menor de edad, por lo que su padre tuvo que prestar consentimiento. “Vino Silvana y fue una gran alegría. Uno no sabe ser mamá y va aprendiendo, pero se guía por los valores de los padres, el respeto, el hacer el bien siempre. Cosas muy bonitas nos enseñaron”, definió. Ella salió de la secundaria y como la mayoría de las jóvenes de su época formó su hogar y a él se dedicó. 

Francisca Reynaga, la bisabuela de 92 años.

“Ambos queríamos lo mejor para nuestros hijos y mi esposo se sacrificó mucho para eso. Él era un trabajador independiente y yo colaborando desde la casa, para que crezcan sanos. Cuando falleció mi esposo me tocó encomendarme en Dios para que mis hijos salieran adelante y no ha sido fácil quedar viuda, porque mi hija menor tenía cinco meses”, recordó. Con estas imágenes dolorosas también se le representa el momento cuando con su mamá, Francisca Reynaga, suspendieron las relaciones asimétricas y dejaron emerger el instinto primigenio que las mujeres escuchan cuando se vuelcan a ayudarse unas a otras. Francisca la sostuvo emocionalmente y fue una de sus enseñanzas más prácticas la que se le planteó a Evelia como fuente laboral. Haciendo empanadas para vender les dio educación a los chicos. “Yo no pude hacer mi duelo porque me decía que tenía que estar de pie. Uno de los mayores se fue a Mar del Plata, a la casa de una tía, y desde ahí colaboraba. Otra hija comenzó a trabajar y todos nos ayudamos para salir adelante. Ellos siempre recordaron lo que su papá les decía: que salgan adelante haciendo el bien. Y mi mamá también les recalcaba el respeto, llegar y saludar, interesarse por el otro y donarse a los hijos, como hizo mi mamá y creo que yo hice lo mismo”, concluyó Evelia.

La bisabauela

“Francisca Daniela Reynaga Moreno”, se presentó por teléfono a El Tribuno y con sus lúcidos 92 años contó que tuvo siete hijos: Luis (71), Raúl (68), Alcira (66), Evelia, Carmen (60), Cristina (58) y Marcos (56).

“Soy de El Galpón, pero quedé huérfana muy chica, a los 13, y a todos los hermanos nos han dado a distintas personas e hicieron un desparramo”, comentó ella. Francisca, sin apoyo familiar, no concluyó la primaria y pasó a engrosar las filas del servicio en casas de familia que prestaban las adolescentes y jóvenes del interior que llegaban a la ciudad sin escolarización y que en muchos casos recibían solo alimento y un techo que no elegían en paga por un trabajo que invadía todas las horas de sus días. Francisca a los 23 se casó y se divorció cuando él los abandonó para formar otra pareja. “Ella me pidió perdón, pero ya han pasado los años y ya me he olvidado. Para mí fue mejor porque él no me daba descanso ni mi suegra tampoco. Tenía que cocinar, lavar y planchar, me hacían comer en la cocina...”, rememoró sin emoción, propio de los corazones generosos que saben olvidar los malos tragos.

Al momento de esta nota, Francisca se encontraba en Cafayate, de visita en las casas de sus hijos. Su presencia es disputada por hijos y nietos. Y ella se deja llevar, gustosa, aunque siempre colabora en pequeñas tareas porque lo suyo ha sido servir. “Sabe, niña, yo rezo mucho. Se me van las lágrimas delante del Señor y le pido que ablande el corazón de los ricos con los pobres”, comentó.

La mujer

El pasado se lega en herencia para que se perpetúe a futuro. La admiración obra y propicia una inversión del vínculo generacional y desdibuja los arquetipos de la abuela, la madre y la hija. Queda siempre la mujer, esa que lo gritaba una pared, es bonita cuando lucha.

“Mi mamá siempre estuvo atenta, la admiro mucho por su fortaleza. La queremos tener todos en nuestras casas y le gusta sentirse útil. Va a Cafayate y se pone a hacer empanadas. Ella se sube a la terraza y reza por todos, hasta por los gobernantes”, dijo Evelia. Mientras que su hija Silvana “tiene mucha fortaleza y les transmite a sus hijos todo su empuje de salir adelante. Ella iba a la UNSa y estudiaba en el colectivo” recordó.

Silvana admira de su mamá “su fortaleza física y espiritual, sabe sobreponerse y salir adelante, confía mucho en Dios y pone su confianza en él. Tiene una vida así, muy alegre y tranquila. Ella siempre dice que no hay que dejarse llevar por las emociones porque dominado por ellas se resuelven las cosas no siempre bien”. Su última consideración es hacia su abuela “por la alegría y la salud que tiene y su respeto de los tiempos en el día. Hay un tiempo para descansar, para recrearse, para trabajar. Ella es una persona que oye música y se pone a bailar”.

Así como ellas, hoy cada familia -en presencia o en el recuerdo- podrá caer en cuenta de que entre generación y generación, las madres no han hecho otra cosa que transmitir la esperanza de ser cada vez mejores.

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