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"¿Por qué tenemos que dejar que nos quiten las tierras?"

Dorotea Bonifacio y Valerio Zerpa, de La Poma, denuncian los atropellos de los autodenominados calchaquíes.
Miércoles, 15 de noviembre de 2017 00:00

Dorotea Saturnina Bonifacio vive en El Rodeo, en La Poma. Ni ella ni su madre ni su abuela, de 96 años, habían oído hablar nunca de los "pueblos originarios" hasta que Armando Salva se declaró "diaguita calchaquí" y comenzó a afiliar vecinos.

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Dorotea Saturnina Bonifacio vive en El Rodeo, en La Poma. Ni ella ni su madre ni su abuela, de 96 años, habían oído hablar nunca de los "pueblos originarios" hasta que Armando Salva se declaró "diaguita calchaquí" y comenzó a afiliar vecinos.

Poco después, un grupo de "afiliados" invadió parte de sus tierras, unas dos hectáreas, y comenzó a levantar cercos, poner condiciones y a impedir las actividades rurales de Dorotea y su familia. "Vos no sos afiliada", le reprochó Leonel Bonifacio (la coincidencia de apellidos en el lugar no implica necesariamente parentesco).

A esta altura, cabe señalar que ni Dorotea ni ninguno de los campesinos invadidos por los recientemente autoidentificados "diaguita calchaquí" son terratenientes. Ellos tienen las escrituras al día y desde hace décadas ocupan pequeños predios para cría de chivos y agricultura regional.

La familia de Dorotea sabe que Ricardo Salva, el abuelo del cacique, llegó hace unas décadas desde el altiplano boliviano. "Nunca nadie vio a ningún Salva vestido con ropas de aborigen o con plumas", asegura Dorotea.

Armando Salva fue ungido cacique, según los vecinos, por su tía Luisa y su padre Telmo.

 

El aspira a ser cacique vitalicio y, por eso, cobrar de por vida el sueldo del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI), además de disfrutar de la renta de los numerosos inmuebles que su familia posee en distintos puntos de la provincia.

Este es el punto clave en el mecanismo de apropiación de tierras que genera constantes tensiones y hechos de violencia, y que ha convertido a los pueblos de los valles en campo de batalla entre parientes y vecinos.

Leyes problemáticas

Probablemente, ningún legislador quiso hacer daño; seguramente tampoco analizaron lo que estaban haciendo, y abrieron la caja de Pandora.

La ley 23.302, sancionada en 1985, creó el INAI para otorgar las personerías jurídicas a las comunidades y otorgar al cacique la representación de la comunidad. El problema es que el entusiasmo "identitario" de los legisladores urbanos no previó que ni las comunidades ni los caciques tenían identidad tan definida. Decidieron que aborigen es el que se identifica como tal. O, en palabras de Dorotea, "el que se afilie". La palabra no es neutra. La creación de estas nuevas entidades de la democracia, al ser imprecisas se volvieron arbitrarias y un instrumento del clientelismo. Así, un cacique de Cachi es hijo de una mujer alemana.

La ley 26.160 y su prórroga fueron sancionadas, supuestamente, para evitar los desalojos a las comunidades indígenas que, teóricamente, deberían acreditar presencia histórica en el lugar. No es el caso de los afiliados por Salva, de origen boliviano. Ni de Julio César Vilte, nacido en la conurbana Avellaneda y señalado por las víctimas de conflictos en La Poma. La norma, insuficiente o mal interpretada, provoca ahora que personas como Dorotea deban enfrentar armadas de palos a los usurpadores. O como Valerio Zerpa, sometido a los ataques de los "afiliados".

El éxito de las afiliaciones proviene de la promesa de entrega de los terrenos usurpados, con títulos de propiedad.

Hay dos problemas. Los terrenos usurpados tienen dueños particulares con títulos incuestionados. Y, además, la idea es que se trate de "propiedades comunitarias". Es decir, los títulos jamás serán para "los afiliados" sino para la comunidad. Ayer, en una mediación realizada en la Fiscalía de Garantías 8, Adriana Bonifacio, a cuya familia le usurparon tres lotes de su finca a orillas del Río Calchaquí, le reprochó al abogado Jorge Armando Arias, a quien identifican como "evangelista" y "diaguita calchaquí" el hecho de que él ni ninguno de los caciques convierte en comunitarias sus propiedades particulares pero quieren llevar a esa condición las tierras de los vecinos. Adriana es hija de Francisco Bonifacio y la familia vive en el lugar desde hace más de 70 años. Roberto, el hermano más joven, sufrió una brutal agresión a manos de los usurpadores, lo que le produjo daño cerebral. El sábado fue nuevamente golpeado.

Valerio Zerpa, de El Potrero, también relata sus penurias. El fue uno de los que se "autodenominó" diaguita calchaquí tentado por la promesa de obtener tierras de su propiedad. Renunció desengañado. "Nosotros vivíamos en la mayor paz, sin peleas. Hasta que empezaron los relevamientos (de los técnicos del INAI) y las afiliaciones. Luego, todo cambió. Hace 27 años que vivo en esta tierra, en la que mi madre vivió toda su vida. ¿Por que la voy a tener que dejar? ¿Por qué voy a permitir que los que eran mis vecinos me la quiten?

Alguien debe hacerse cargo

Lo que ocurre en La Poma es una advertencia sobre un problema serio que el Gobierno debe asumir de inmediato. El testimonio de las personas que denuncian usurpaciones en los valles Calchaquíes coincide en un sentimiento: el de impotencia, y en la sensación de que los jueces y fiscales no cuentan con elementos para que se haga valer el derecho de las personas a ejercer la propiedad de las tierras que legalmente les pertenecen. 
Ante la usurpación, que es un delito, y ante las agresiones como las que sufrieron Sindulfo Mamaní y Roberto Bonifacio, o las violencias a que están sometidos quienes se niegan a “afiliarse”, generalmente los propietarios se sienten denunciados y prejuzgados. Para ellos es evidente que en los Valles Calchaquíes rige un doble orden jurídico. La Constitución, al reconocer los derechos de los pueblos originarios, puso condiciones, ya que estos deben acreditar presencia histórica y tradiciones como comunidad, una lengua ancestral y en los territorios reclamados. 
En la realidad, esta identidad solo puede aceptarse por un acto de voluntad, o por una decisión política. Se vive una ficción alimentada por una fisura jurídica. La Constitución jamás puede legitimar la usurpación de tierras ni las agresiones entre vecinos. 
Ni la Policía ni la Justicia deberían desentenderse.
La fisura muestra territorios y grupos humanos fuera del amparo jurídico. 
La mala definición de la condición indígena deja un vacío insostenible. Los problemas étnicos son complejos, superponen el derecho de un grupo abstracto sobre el de las personas, y suelen derivar en violencia. En tanto, las verdaderas tragedias sociales como las que sufren los qom, los wichis y otras comunidades de cuya identidad nadie duda, excluidos de todo, tampoco son abordadas con estas leyes distorsionadas por los pescadores de río revuelto. 

 

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