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La decadencia argentina

Domingo, 10 de diciembre de 2017 00:00

Desde mediados del siglo XIX, la Argentina fue el producto de la voluntad de una élite progresista de crear un Estado nacional en un territorio demasiado vasto en relación con su riqueza real. Prevalecía la fe en una estabilidad jurídica capaz de atraer inmigrantes y vías férreas para movilizar una riqueza potencial de alcances aún imprecisos. El movimiento inmigratorio, aluvional desde 1880, motivó en las clases dirigentes las dudas en torno de una población fluida, deseosa de hacer una pequeña fortuna y retornar a sus respectivos países. Hacia el centenario, desafíos primigenios más gruesos podían darse como concluidos: únicamente aguardaba esperar la natural prosecución de los torrentes inmigratorios, la incorporación de nuevas tierras para nuestros descollantes cultivos alimentarios en el mundo y el perfeccionamiento de una ciudadanía nacional merced a la educación y la participación democrática que la ley Sáenz Peña se avenía a consolidar. Sin embargo, ese optimismo se fundaba en la falsa perspectiva de un mundo industrial de ilimitada demanda alimentaria. Durante los 30, el desempleo urbano y el de la población de las zonas agrícolas fue rápidamente absorbido por una industria intensiva en trabajo capaz de sustituir las importaciones para el consumo masivo que nuestro adelgazado sector externo no podía proveer. A la dificultad de cómo compatibilizar el nuevo patrón de crecimiento con un mercado interno diminuto respecto de aquellos de que habían gozado nuestras exportaciones agropecuarias, se sumaron las exigencias de materias primas para una industrialización cuya diversificación la podía tornar más onerosa que las importaciones mismas que venía a sustituir. El redistribucionismo de los 40 confirmó, así, el carácter predominantemente social de la nueva actividad de punta y su dependencia de exportaciones tradicionales que, salvo durante coyunturas excepcionales, prosiguieron su descenso hasta los 60. En el medio, se disparó una inflación endémica.

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Desde mediados del siglo XIX, la Argentina fue el producto de la voluntad de una élite progresista de crear un Estado nacional en un territorio demasiado vasto en relación con su riqueza real. Prevalecía la fe en una estabilidad jurídica capaz de atraer inmigrantes y vías férreas para movilizar una riqueza potencial de alcances aún imprecisos. El movimiento inmigratorio, aluvional desde 1880, motivó en las clases dirigentes las dudas en torno de una población fluida, deseosa de hacer una pequeña fortuna y retornar a sus respectivos países. Hacia el centenario, desafíos primigenios más gruesos podían darse como concluidos: únicamente aguardaba esperar la natural prosecución de los torrentes inmigratorios, la incorporación de nuevas tierras para nuestros descollantes cultivos alimentarios en el mundo y el perfeccionamiento de una ciudadanía nacional merced a la educación y la participación democrática que la ley Sáenz Peña se avenía a consolidar. Sin embargo, ese optimismo se fundaba en la falsa perspectiva de un mundo industrial de ilimitada demanda alimentaria. Durante los 30, el desempleo urbano y el de la población de las zonas agrícolas fue rápidamente absorbido por una industria intensiva en trabajo capaz de sustituir las importaciones para el consumo masivo que nuestro adelgazado sector externo no podía proveer. A la dificultad de cómo compatibilizar el nuevo patrón de crecimiento con un mercado interno diminuto respecto de aquellos de que habían gozado nuestras exportaciones agropecuarias, se sumaron las exigencias de materias primas para una industrialización cuya diversificación la podía tornar más onerosa que las importaciones mismas que venía a sustituir. El redistribucionismo de los 40 confirmó, así, el carácter predominantemente social de la nueva actividad de punta y su dependencia de exportaciones tradicionales que, salvo durante coyunturas excepcionales, prosiguieron su descenso hasta los 60. En el medio, se disparó una inflación endémica.

El intento de sortear el problema mediante la explotación de petróleo con un nuevo flujo de inversiones extranjeras que abarcaron, a su vez, ramas industriales más complejas, exhibió sus límites hacia los 70, en simultáneo con los avatares de una nueva crisis internacional. Por entonces, la discusión sobre el sustento material de nuestra exigente sociedad de masas de clase media requería más que nunca del concurso del patriotismo y la inteligencia. Pero transitamos el camino inverso de la disputa política violenta y facciosa. A la inflación se le sumó la deuda, que sólo lograron disimular por un tiempo la inexorabilidad de una fractura social aún meramente insinuada por la densidad de las villas miseria suburbanas desde los 60.

La ruptura era tangible a la salida del último régimen militar, aunque su percepción colectiva quedó eclipsada por la expectativa democrática y la convicción ingenua de su transitoriedad. La hiperinflación de 1989 la reveló en toda su magnitud. Durante el cuarto de siglo que siguió, y en el marco de un crecimiento de espasmos tan fuertes como expulsivos, los sucesivos gobiernos solo atinaron a montar un costosísimo aparato cuasi estatal para asistir a los caídos del mapa que, sobre todo durante los 2000, los "incluyó" pero sin reintegrar.

La conciencia contemporánea de un déficit fiscal que compromete a un 40% de nuestro PBI para sostener, entre otros, a ese aparato, en medio de una nueva recesión que abarca lo que va de la década, reactualiza el intríngulis de cómo crecer sostenidamente sin que sobren nada menos que 10 millones de compatriotas.

 

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