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“Mi trabajo es transmitir la cultura”

Balvina Ramos es una coplera que arrastra una historia con fuertes raíces (Primera entrega). 
Domingo, 10 de diciembre de 2017 00:01

“Mi trabajo es llevar la cultura de mi pueblo por donde quiera que vaya”, dijo Balvina Ramos.

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“Mi trabajo es llevar la cultura de mi pueblo por donde quiera que vaya”, dijo Balvina Ramos.

Ella es una coplera, pero parece una “rockstar”. Se despierta tarde, se olvida de las cosas y anda “por los aires”, diría alguna vieja chismosa. Su hablar es como una copla, va largando los párrafos, cada uno distinto; como si el punto y aparte le fuera cambiando el tema.

Y comienza a hablar de sus cerros de Santa Victoria Oeste, y de pronto dice que está dictando un taller de canto, que la caja y las letras no siempre van de la mano, que tiene un perro pila que se llama “bebé”.

En esa mesa están puestas todas las aristas de su vida, con sus manos las va tejiendo en el aire y salen los recuerdos de su madre cuando la dejó solita en un puesto. “Me cubrió de mantas, estaba frío en la montaña y pastoreábamos. Me dijo: quedate quieta que si te movés te pierdo. Y yo me quedé sentadita envuelta y la miraba cómo subía una ladera en busca de los animales. Iba subiendo rápido y copleaba”, relató con voz tan suave que obtuvo toda la atención.

“Cuando mi mamá llegó al filo de la montaña le oí una copla que no olvidaría jamás, que me quedó grabada en el alma”, y recitó: “Caramba mocita alegre/ la Tierra se la ai’ comer/en vista de tantos ojos/ tierra y polvo se ai’ volver”.

Se produjo un silencio, miró para el mantel de hule y finalmente levantó la mirada con una sonrisa.

Balvina es hija de Modesto Ramos y Valentina Mamaní, ambos fallecidos. Tiene seis hermanos que están vivos: Ana, Tomás, Lita, Oscar, Ernesto y Elena. Más dos que murieron a poco de nacer: Celedonia y Ubaldina. Ella nació en Bacoya, a más de 500 kilómetros de Salta capital. Es un sitio en donde las distancias se miden en horas y Nazareno está a un día a pie de distancia. Para llegar a su pueblo hay que ir por la ruta nacional 9, atravesar la Quebrada de Humahuaca, volver a Salta por la ruta provincial 69 y antes de llegar a Nazareno desviarse por una senda, que Vialidad Provincial no cuida, y que en el último tramo solo puede transitarse a pie.

En esa inmensidad no había medicina antes. “Yo también estuve a punto de morir cuando era bebé, según lo que me contaban mis hermanos. Luego vino uno de los vecinos de mis papás, me dieron una aspirina y me bajaron la fiebre. Allá hay un uso general de la medicina natural, pero como ya sabemos no siempre brinda respuesta”, dijo Balvina.

En esas alturas victoreñas fue niña Balvina. “Yo aprendí a cantar nadie sabe cuándo, desde muy chica andaba cuidando a los animales y cantando. A los 5 o 6 años me mandaban a pastorear. Entonces yo hacía lo que hacía mi mamá. Ella iba caminando a pastar a los animales y se le iban hilvanando las coplas. Yo por atrás escuchaba todo y el paisaje era el cómplice. Yo salía de la escuela y salía entonces corriendo a buscar los animales. La soledad, la montaña y los valles me fueron tejiendo las primeras coplas”, dijo.
“Ay mi Bacoya querida/ cómo añoro tu boyal/ con coquita y albahaca/ llegaré al Carnaval”, canta y cierra los ojos y vuelve a esa infancia verde de escuela pobre. “Nosotros teníamos que ir con leña a la escuela”, recuerda y ríe a carcajadas. “Ahora hay una escuela muy bonita, con cocina industrial, con paredes de material, con baños limpios; pero lo que no hay son alumnos”, dice.

Una amiga de otra amiga de algún amigo la contactó con una mujer francesa que vino a filmarla en una especie de documental sobre el que Balvina no tuvo la precaución de preguntar demasiado. En las filmaciones estuvo presente siempre su Bacoya y decidieron, en un esfuerzo gigante de producción, ir a visitar su lugar en el mundo. “Quisimos llegar a mi boyal, pero no pudimos. Se trata de un lugar que sirve de puesto para llevar en invierno a los animales a lo alto de la montaña. Teníamos poco tiempo así que yo preferí volver a mi casa”, dijo la coplera.

Explicó que los niños cantaban las coplas sólo en esos boyales que estaban alejados de las orejas de resto del pueblo, en ese silencio abismal de la soledad; sólo allí cantaban los niños.

“Estaba prohibido cantar coplas”, dijo está mujer que cuando comenzaba la última dictadura cívico militar promediaba la escolaridad primaria.

Esa, como otras zonas alejadas, fronterizas y olvidadas estuvo en manos de personal de Gendarmería Nacional y de la Policía de la Provincia.

“Los maestros no nos dejaban cantar coplas por disposición del Gobierno. Decían que eso no era de nuestra cultura y que, por lo tanto, se prohibía en los actos y fiestas en donde participaban los niños. No sabían que las coplas forman parte de nuestra vida y de nuestros rituales cotidianos.

Entonces nuestros papás nos llevaban a las fiestas de los carnavales o a las fiestas patronales y ahí se copleaba, se tomaba y los contrapuntos volaban por los aires. Entonces venía una de Acoyte y le respondía el otro de Cuesta Azul, ya saltaba el de Nazareno y alguna jujeña de Puesto Viejo le retrucaba. Y los niños estábamos ahí porque en Santa Victoria Oeste no hay guardería, menos en esos años. Eso no sabían los milicos. Pero en la escuela, ni en el recreo y mucho menos en los actos se podía cantar copla. Era una locura pues se comenzó a ver mal todo lo que era referente a nuestra cultura originaria. Nos daba vergüenza cantar, vestir o hablar como coyas. Yo ni nadie se daba cuenta del daño que estaban haciendo. Recién comenzamos a entender lo malo que eran estos tipos cuando encontraron a una nena, unos años más grande que yo, cantando coplas en el campo. Los policías de la Provincia la trajeron a la escuela y en frente de todos la castigaron físicamente. Era obvio que nos querían dar una lección a todos. Luego a esa niña coplera la estaquearon en el patio de la escuela y ahí nos callaron a todos definitivamente”, dijo y el silencio oscureció la mañana.

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