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El autoritarismo que nos sigue acechando

La máscara del proteccionismo tiende a hacer de los ciudadanos seres tutelados y es la mejor cuna del clientelismo y del fanatismo.
Sabado, 18 de marzo de 2017 07:44

En el documento producido por líderes sindicales el 1 de mayo de 1968 denuncian que en la Argentina hay un millón y medio de desocupados y subempleados, que el índice de mortalidad infantil es cuatro veces superior al de los países desarrollados, que la tuberculosis y el mal de Chagas causan estragos; que la deserción escolar es un gran problema, que no queda ciudad en la República sin su cortejo de villas miseria donde el consumo de agua y energía eléctrica es comparable al de las regiones interiores del África, que un millón de personas se apiñan alrededor de Buenos Aires en condiciones infrahumanas, sometidas a un tratamiento de gueto, etc., etc. Salvando el crecimiento demográfico, similar estado de situación de nuestro país denuncian hoy dirigentes políticos y sindicales de las más variadas vertientes de pensamiento y militancia. Si revisamos el almanaque de presidentes de la República Argentina desde 1968 a la fecha, encontramos que nos gobernaron durante 12 años dictaduras militares, durante 8 años la UCR (en 2 años conformando alianza), durante 27 años el Partido Justicialista, y Cambiemos (PRO, UCR, CC) un poco más de un año. Estamos transitando días de mucha ebullición especialmente en la dirigencia política y sindical. Por la matriz autoritaria que caracteriza a nuestro país es necesario consolidar el camino de la democracia. Hace falta que el consenso político-social lo siga impulsando, sosteniendo si no queremos caer en el disconformismo irreflexivo, interesado, irresponsable, fruto del relativismo moral que avanza sobre la determinación de la sociedad en las urnas y beneficia a unos pocos. La historia muestra que si esta situación perdura y se profundiza, desaparece la tolerancia y surge la violencia. Cuando la cultura autoritaria se encarna en un gobierno pudimos comprobar que enfatiza su función proteccionista que tiende a hacer de los ciudadanos seres tutelados y por ende dependientes. Se constituye así en la mejor cuna del clientelismo, del fanatismo y del “espectáculo” democrático que le es útil. Ese estilo de gobierno tiene un notorio menosprecio por el concepto de verdad pregonando que el único valor de la misma es su eficacia para un fin. Por eso surgen las “mentiras útiles” con un relativismo moral que todo puede justificarlo. 
Su hacer se resuelve en clave de amenazas. En ese marco la fragilidad de las reacciones humanas hace que haya quienes se inclinen a creer que una perspectiva cínica, cruda, es más realista que otra más objetiva y constructiva. Las calamidades de todo autoritarismo deben servir para que la ciudadanía comprenda que las ilusiones iniciales de esos gobiernos suelen terminar en el abismo. 
Por el contrario, un gobierno que trabaja el presente mirando permanentemente el futuro hasta con horizonte lejano es un gobierno que se hace cada día más potente, es decir capaz de actualizar su fortaleza, energía, resistencia, firmeza sobre la base de la libertad y la integridad. No necesita dominar, busca el diálogo y se halla exento del apetito patológico del poder. Su misión es transformar la realidad con el protagonismo de todos. Puede atender las críticas formuladas con actitud legítima, analizarlas con seriedad y hacer los esfuerzos para entender sus razones y actuar en consecuencia. Su hacer se resuelve en clave de oportunidades. En este estilo de gobierno el papel de la oposición lleva implícito el consenso y el disenso. El propio disentimiento se expresa en el marco de otros consentimientos. De lo contrario no se trataría de discusión política sino de combate, diría Raúl Alfonsín. 
Los gobernantes que trabajan el presente para un futuro mejor están obligados a decir la verdad, a difundir el proyecto de país que dirige sus actos comprendiendo que su labor docente es inexcusable. De este modo la información veraz prevalecerá sobre el abarrotamiento de información secundaria, tergiversada que mantiene a la sociedad en la incertidumbre y por ende al margen de las decisiones importantes que modificarán su realidad. Del mismo modo, el fortalecimiento de la democracia exige compatibilizar la libertad de expresión con el igualmente imprescindible derecho a la información veraz de la ciudadanía desechando la manipulación. La democracia necesita recuperar la responsabilidad de la palabra. No se puede ignorar que la actividad del gobernante es compleja y difícil, que sufre las presiones de sus electores que delegaron en él su representación. Pero he aquí el más importante requerimiento de la democracia participativa que modela responsablemente el presente con la mirada puesta en el futuro: se delega la representación pero no la responsabilidad ciudadana de participación y evaluación continua de los actos de gobierno que construyen el proyecto de país anunciado. No es cuestión de transferir responsabilidades y ponerse a mirar qué es lo que hace el “elegido”, así la democracia no madura. Una democracia que camina hacia la madurez trabaja para que la discusión no sea deformada por apasionamientos circunstanciales como los que genera un año electoral que tanto se nombra en los últimos días.
Conviene tener en cuenta que la reivindicación del disenso no debe llevar a una suerte de neoanarquismo (nuevo desgobierno) que rehabilite el conflicto permanente y descontrolado como una presunta virtud democrática.
Gobernar en clave de oportunidades para un futuro mejor es amasar el presente en la esperanza que constituye la aventura humana más trascendente. Es recuperar la confianza, el anhelo de un futuro que depende no solo de los gobernantes sino de todos los habitantes de la nación en el uso enaltecedor de la libertad. Es el mundo posible que se hace, se transforma y se construye entre todos. La concepción autoritaria de la política refiere peyorativamente al concepto de esperanza, lo relaciona frecuentemente con ingenuidad o misticismo, no es extraño, desde su matriz tiene miedo a la libertad individual y colectiva. La democracia participativa que se resuelve en el presente cotidiano genera un futuro transformador casi como consecuencia. Esta democracia es una cuestión de compromiso, de amor y de coraje.
 

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En el documento producido por líderes sindicales el 1 de mayo de 1968 denuncian que en la Argentina hay un millón y medio de desocupados y subempleados, que el índice de mortalidad infantil es cuatro veces superior al de los países desarrollados, que la tuberculosis y el mal de Chagas causan estragos; que la deserción escolar es un gran problema, que no queda ciudad en la República sin su cortejo de villas miseria donde el consumo de agua y energía eléctrica es comparable al de las regiones interiores del África, que un millón de personas se apiñan alrededor de Buenos Aires en condiciones infrahumanas, sometidas a un tratamiento de gueto, etc., etc. Salvando el crecimiento demográfico, similar estado de situación de nuestro país denuncian hoy dirigentes políticos y sindicales de las más variadas vertientes de pensamiento y militancia. Si revisamos el almanaque de presidentes de la República Argentina desde 1968 a la fecha, encontramos que nos gobernaron durante 12 años dictaduras militares, durante 8 años la UCR (en 2 años conformando alianza), durante 27 años el Partido Justicialista, y Cambiemos (PRO, UCR, CC) un poco más de un año. Estamos transitando días de mucha ebullición especialmente en la dirigencia política y sindical. Por la matriz autoritaria que caracteriza a nuestro país es necesario consolidar el camino de la democracia. Hace falta que el consenso político-social lo siga impulsando, sosteniendo si no queremos caer en el disconformismo irreflexivo, interesado, irresponsable, fruto del relativismo moral que avanza sobre la determinación de la sociedad en las urnas y beneficia a unos pocos. La historia muestra que si esta situación perdura y se profundiza, desaparece la tolerancia y surge la violencia. Cuando la cultura autoritaria se encarna en un gobierno pudimos comprobar que enfatiza su función proteccionista que tiende a hacer de los ciudadanos seres tutelados y por ende dependientes. Se constituye así en la mejor cuna del clientelismo, del fanatismo y del “espectáculo” democrático que le es útil. Ese estilo de gobierno tiene un notorio menosprecio por el concepto de verdad pregonando que el único valor de la misma es su eficacia para un fin. Por eso surgen las “mentiras útiles” con un relativismo moral que todo puede justificarlo. 
Su hacer se resuelve en clave de amenazas. En ese marco la fragilidad de las reacciones humanas hace que haya quienes se inclinen a creer que una perspectiva cínica, cruda, es más realista que otra más objetiva y constructiva. Las calamidades de todo autoritarismo deben servir para que la ciudadanía comprenda que las ilusiones iniciales de esos gobiernos suelen terminar en el abismo. 
Por el contrario, un gobierno que trabaja el presente mirando permanentemente el futuro hasta con horizonte lejano es un gobierno que se hace cada día más potente, es decir capaz de actualizar su fortaleza, energía, resistencia, firmeza sobre la base de la libertad y la integridad. No necesita dominar, busca el diálogo y se halla exento del apetito patológico del poder. Su misión es transformar la realidad con el protagonismo de todos. Puede atender las críticas formuladas con actitud legítima, analizarlas con seriedad y hacer los esfuerzos para entender sus razones y actuar en consecuencia. Su hacer se resuelve en clave de oportunidades. En este estilo de gobierno el papel de la oposición lleva implícito el consenso y el disenso. El propio disentimiento se expresa en el marco de otros consentimientos. De lo contrario no se trataría de discusión política sino de combate, diría Raúl Alfonsín. 
Los gobernantes que trabajan el presente para un futuro mejor están obligados a decir la verdad, a difundir el proyecto de país que dirige sus actos comprendiendo que su labor docente es inexcusable. De este modo la información veraz prevalecerá sobre el abarrotamiento de información secundaria, tergiversada que mantiene a la sociedad en la incertidumbre y por ende al margen de las decisiones importantes que modificarán su realidad. Del mismo modo, el fortalecimiento de la democracia exige compatibilizar la libertad de expresión con el igualmente imprescindible derecho a la información veraz de la ciudadanía desechando la manipulación. La democracia necesita recuperar la responsabilidad de la palabra. No se puede ignorar que la actividad del gobernante es compleja y difícil, que sufre las presiones de sus electores que delegaron en él su representación. Pero he aquí el más importante requerimiento de la democracia participativa que modela responsablemente el presente con la mirada puesta en el futuro: se delega la representación pero no la responsabilidad ciudadana de participación y evaluación continua de los actos de gobierno que construyen el proyecto de país anunciado. No es cuestión de transferir responsabilidades y ponerse a mirar qué es lo que hace el “elegido”, así la democracia no madura. Una democracia que camina hacia la madurez trabaja para que la discusión no sea deformada por apasionamientos circunstanciales como los que genera un año electoral que tanto se nombra en los últimos días.
Conviene tener en cuenta que la reivindicación del disenso no debe llevar a una suerte de neoanarquismo (nuevo desgobierno) que rehabilite el conflicto permanente y descontrolado como una presunta virtud democrática.
Gobernar en clave de oportunidades para un futuro mejor es amasar el presente en la esperanza que constituye la aventura humana más trascendente. Es recuperar la confianza, el anhelo de un futuro que depende no solo de los gobernantes sino de todos los habitantes de la nación en el uso enaltecedor de la libertad. Es el mundo posible que se hace, se transforma y se construye entre todos. La concepción autoritaria de la política refiere peyorativamente al concepto de esperanza, lo relaciona frecuentemente con ingenuidad o misticismo, no es extraño, desde su matriz tiene miedo a la libertad individual y colectiva. La democracia participativa que se resuelve en el presente cotidiano genera un futuro transformador casi como consecuencia. Esta democracia es una cuestión de compromiso, de amor y de coraje.
 

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