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Un análisis del alemán Walter Benjamín

Por Beatriz Sarlo.
Sabado, 01 de julio de 2017 19:13

En su reciente “Carrusel Benjamin”, Mariana Dimópulos escribe: “Benjamin se propone por medio de la crítica el ejercicio de la contemporaneidad”. Meses después de publicado ese libro, su autora presenta una antología anotada de textos benjaminianos, traducidos por Ariel Magnus, que permite leer a Benjamin en paz, deteniéndose en las verdaderas dificultades, no en la torpeza de la mayoría de sus traductores. 
“La tarea del crítico” es el título con que se publican estas reseñas y textos cortos. Varios de los libros que merecieron la atención de Benjamin hoy son inertes documentos de una historia editorial. Sin embargo, eso importa poco, porque las observaciones sobre ellos valen independientemente del texto que las provocó. Las notas a pie de página no son obstáculos de una lectura, sino que, con sus citas del propio Benjamin y la extensión de datos indispensables, abren el texto. 

“Es bien sabido que Benjamin quiso ser el mayor crítico de la literatura alemana”. Esta cita encabeza el prólogo de Dimópulos y sostiene su antología. Su ambición crítica se cumplió del todo: es un gran aforista, cualidad que brilla en su crítica literaria. Doy algunos ejemplos. “Las grandes reminiscencias, los estremecimientos históricos, son para el verdadero flâneur una chuchería que con gusto le deja al viajero”. Una entera teoría del flâneur encerrada en el aforismo que se completa, dos o tres páginas después, con lo siguiente: “La vivencia quiere lo extraordinario y el hecho sensacional, la experiencia lo siempre igual”. Ambas frases son una síntesis de las páginas escritas por Benjamin y algunos de sus contemporáneos sobre el flâneur. Podría decirse también que el flâneur no necesita de la ciudad ni de lo urbano para caracterizarse. Pero lo que lo vuelve un personaje es su relación con el espacio que recorre. A diferencia del turista y del viajero, el flâneur busca la repetición como ritmo interior. El viajero necesita sorprenderse y, por eso, planifica. El flâneur es una especie de coleccionista en movimiento. Es, también, un coleccionista de residuos, como los niños que “son atraídos por los residuos que siempre se generan en las obras en construcción, la jardinería o la carpintería, en el sastre o donde sea”. Benjamin era coleccionista y lo fascinaban los libros infantiles y los juguetes. Los cuentos infantiles, escribe, son productos del residuo que queda del origen y la decadencia de una leyenda. Su materia es arcaica y repetitiva. Décadas antes de que Jakobson y Lévi-Strauss se ocuparan de leer el mito en los relatos, Benjamin lo descubrió allí mismo como residuo: Caperucita, Cenicienta, Piel de Asno, son origen y conservación secreta de los crueles avatares del mito. 

Sorprenden, en esta antología, un par de reseñas de novelas. Benjamin señala caminos a la historia de la literatura. Dice que Gide “sostiene las posiciones de Flaubert, tal vez por última vez”. Y lo apunta así, al soslayo en una nota sobre ‘Berlín Alexanderplatz‘ de Alfred Döblin, donde su principal observación es sobre el modo en que esta novela tiene el montaje como principio constructivo. En estas frases, Benjamin definió un programa vanguardista y sus principios formales. Todo con la brevedad de una iluminación: el crítico lee y, literalmente, se da cuenta. Así escribe: “El montaje verdadero se basa en el documento. En su fantástica lucha contra la obra de arte, el dadaísmo se alió, a través del montaje, a la vida cotidiana. Fue el primero, aunque de manera insegura, que proclamó la autocracia de lo auténtico”.
Benjamin se interesa por descubrir en cada texto posibilidades escondidas. Sus comparaciones entre obras son tan originales. Dice que “Berlín Alexanderplatz” es la “Educación sentimental” de un malhechor. La novela de Flaubert y la de Döblin se resignifican en esta imagen que las une imprevistamente. Las imágenes son el corazón mismo del surrealismo y, de pronto, las encontramos en su propio ensayo.
Las dos brevísimas páginas que Benjamin dedica a una novela hoy olvidada, ‘El camarero‘ de Iwan Schmeliov, le permite una comparación iluminadora sobre los efectos de lectura. “Cuando cierro una novela de Stendhal o Flaubert, una novela de Dickens o de Keller, siento como si saliera de una casa hacia el exterior. En cambio, cuando termino un libro de Dostoievski, primero tengo que regresar a mí mismo, restablecerme”. 

Una observación obliga a la cita por lo que tiene de actual. Sobre el uso del “yo”, afirma que requiere derechos previamente adquiridos: “Habría que acostumbrar a los escritores a considerar la palabra ‘yo’ como su reserva de víveres. Así como los soldados no pueden tocar la suya antes de que pasen treinta días, tampoco los escritores deberían desenterrar el ‘yo’ antes de tener cumplida la treintena. Cuando más temprano recurren a él, peor entienden su oficio” (...). 

Solo conozco otros dos escritores del siglo XX cuya crítica sea tan inteligente, tan personal, tan intérprete de una época y tan independiente de ella al mismo tiempo: Jean-Paul Sartre y Roland Barthes. Leyendo estas reseñas benjaminianas, releía, en paralelo, ‘Situaciones I‘, de Sartre, donde se agrupan algunas reseñas sobre Faulkner, Camus, Nabokov. Y todo el tiempo pensaba: son dos mundos inconmensurables, dos temperamentos, pero ¡cómo se parecen! 
 

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En su reciente “Carrusel Benjamin”, Mariana Dimópulos escribe: “Benjamin se propone por medio de la crítica el ejercicio de la contemporaneidad”. Meses después de publicado ese libro, su autora presenta una antología anotada de textos benjaminianos, traducidos por Ariel Magnus, que permite leer a Benjamin en paz, deteniéndose en las verdaderas dificultades, no en la torpeza de la mayoría de sus traductores. 
“La tarea del crítico” es el título con que se publican estas reseñas y textos cortos. Varios de los libros que merecieron la atención de Benjamin hoy son inertes documentos de una historia editorial. Sin embargo, eso importa poco, porque las observaciones sobre ellos valen independientemente del texto que las provocó. Las notas a pie de página no son obstáculos de una lectura, sino que, con sus citas del propio Benjamin y la extensión de datos indispensables, abren el texto. 

“Es bien sabido que Benjamin quiso ser el mayor crítico de la literatura alemana”. Esta cita encabeza el prólogo de Dimópulos y sostiene su antología. Su ambición crítica se cumplió del todo: es un gran aforista, cualidad que brilla en su crítica literaria. Doy algunos ejemplos. “Las grandes reminiscencias, los estremecimientos históricos, son para el verdadero flâneur una chuchería que con gusto le deja al viajero”. Una entera teoría del flâneur encerrada en el aforismo que se completa, dos o tres páginas después, con lo siguiente: “La vivencia quiere lo extraordinario y el hecho sensacional, la experiencia lo siempre igual”. Ambas frases son una síntesis de las páginas escritas por Benjamin y algunos de sus contemporáneos sobre el flâneur. Podría decirse también que el flâneur no necesita de la ciudad ni de lo urbano para caracterizarse. Pero lo que lo vuelve un personaje es su relación con el espacio que recorre. A diferencia del turista y del viajero, el flâneur busca la repetición como ritmo interior. El viajero necesita sorprenderse y, por eso, planifica. El flâneur es una especie de coleccionista en movimiento. Es, también, un coleccionista de residuos, como los niños que “son atraídos por los residuos que siempre se generan en las obras en construcción, la jardinería o la carpintería, en el sastre o donde sea”. Benjamin era coleccionista y lo fascinaban los libros infantiles y los juguetes. Los cuentos infantiles, escribe, son productos del residuo que queda del origen y la decadencia de una leyenda. Su materia es arcaica y repetitiva. Décadas antes de que Jakobson y Lévi-Strauss se ocuparan de leer el mito en los relatos, Benjamin lo descubrió allí mismo como residuo: Caperucita, Cenicienta, Piel de Asno, son origen y conservación secreta de los crueles avatares del mito. 

Sorprenden, en esta antología, un par de reseñas de novelas. Benjamin señala caminos a la historia de la literatura. Dice que Gide “sostiene las posiciones de Flaubert, tal vez por última vez”. Y lo apunta así, al soslayo en una nota sobre ‘Berlín Alexanderplatz‘ de Alfred Döblin, donde su principal observación es sobre el modo en que esta novela tiene el montaje como principio constructivo. En estas frases, Benjamin definió un programa vanguardista y sus principios formales. Todo con la brevedad de una iluminación: el crítico lee y, literalmente, se da cuenta. Así escribe: “El montaje verdadero se basa en el documento. En su fantástica lucha contra la obra de arte, el dadaísmo se alió, a través del montaje, a la vida cotidiana. Fue el primero, aunque de manera insegura, que proclamó la autocracia de lo auténtico”.
Benjamin se interesa por descubrir en cada texto posibilidades escondidas. Sus comparaciones entre obras son tan originales. Dice que “Berlín Alexanderplatz” es la “Educación sentimental” de un malhechor. La novela de Flaubert y la de Döblin se resignifican en esta imagen que las une imprevistamente. Las imágenes son el corazón mismo del surrealismo y, de pronto, las encontramos en su propio ensayo.
Las dos brevísimas páginas que Benjamin dedica a una novela hoy olvidada, ‘El camarero‘ de Iwan Schmeliov, le permite una comparación iluminadora sobre los efectos de lectura. “Cuando cierro una novela de Stendhal o Flaubert, una novela de Dickens o de Keller, siento como si saliera de una casa hacia el exterior. En cambio, cuando termino un libro de Dostoievski, primero tengo que regresar a mí mismo, restablecerme”. 

Una observación obliga a la cita por lo que tiene de actual. Sobre el uso del “yo”, afirma que requiere derechos previamente adquiridos: “Habría que acostumbrar a los escritores a considerar la palabra ‘yo’ como su reserva de víveres. Así como los soldados no pueden tocar la suya antes de que pasen treinta días, tampoco los escritores deberían desenterrar el ‘yo’ antes de tener cumplida la treintena. Cuando más temprano recurren a él, peor entienden su oficio” (...). 

Solo conozco otros dos escritores del siglo XX cuya crítica sea tan inteligente, tan personal, tan intérprete de una época y tan independiente de ella al mismo tiempo: Jean-Paul Sartre y Roland Barthes. Leyendo estas reseñas benjaminianas, releía, en paralelo, ‘Situaciones I‘, de Sartre, donde se agrupan algunas reseñas sobre Faulkner, Camus, Nabokov. Y todo el tiempo pensaba: son dos mundos inconmensurables, dos temperamentos, pero ¡cómo se parecen! 
 

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