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Los Milanesi, inmigrantes que dejaron huellas imborrables en Tartagal

Como tantos que llegaron en el siglo pasado al suelo argentino, esta familia marcó una importante parte de la historia del norte del país y los tartagalenses la recuerdan a través de instituciones.
Sabado, 08 de julio de 2017 23:27

Nadie que haya nacido o pasado algunos años de su vida por Tartagal, desconoce el apellido Milanesi. 

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Nadie que haya nacido o pasado algunos años de su vida por Tartagal, desconoce el apellido Milanesi. 

Fue la primera concesionaria de autos, la primera delegación del Banco de la Nación Argentina, cientos de hectáreas de tierra que por su extensión no se medían ni en lotes ni en puestos sino desde el río hasta la quebrada y desde el cerro hasta los wetes, precarias viviendas que usaban los aborígenes de antaño. 

Milanesi es sinónimo de pionero, de padre fundador, de aventurero extranjero que, sin conocer nada de estas latitudes, llegó y se hizo parte de un norte difícil, agreste, inaccesible y montaraz. 

Eso fue Carlos Francisco Milanesi, un muchacho italiano que con 23 años llegó a Tartagal,quizás por azar más que por una análisis socioeconómico, de ventajas y desventajas que seguramente a Milanesi nunca se le ocurrió hacer.

Había nacido en 1.880 en el norte de Italia y al llegar a la Argentina residió algún tiempo en la provincia de La Pampa. Para quienes bucean en las travesías de los inmigrantes que llegaron para “hacerse a América” sin tener una mínima idea de lo que en realidad los esperaba, queda el interrogante sobre las razones por las que sirios, libaneses; españoles e italianos, tras arribar al puerto de Buenos Aires emprendían viaje al norte, no sin antes recalar en San Salvador de Jujuy, San Pedro, Perico y Ledesma. Hacían un alto que en ocasiones duraban varios años (otros se radicaron allí), se casaban, tenían sus hijos y desde allí emprendían el viaje definitivo hacia el norte salteño. 

Dispuestos a todo

La historia del italiano Francisco Milanesi no fue diferente a los miles de europeos que llegaban a Sudamérica y que, con mayor o menor suerte, tenían el mismo objetivo: trabajar y aprovechar una incuestionable ventaja que sus tierras de Europa ni de Medio Oriente les aseguraban: la paz. 

Francisco buscaba un futuro, una vida mejor y en sus primeros tiempos en el norte argentino trabajó en la compra y venta de comestibles hasta que un día de tantos, recorriendo los caminos, llegó hasta San Ramón de la Nueva Orán.

Cerca del mediodía, cuando el calor se tornaba insoportable, ingresó a una fonda y pidió algo de comer. Debió estar sentado solo, agotado, comiendo lentamente y recordando su tierra, sus hermanos, sus afectos. Cuando vio una figura alta y delgada parado junto a él debió suponer que era una visión producto de sus pensamientos, porque encontrarse con alguien que conoció en Italia cuando era un muchachito, parecía imposible. Por el contrario, era real: la figura era Pedro José Roffini, un italiano oriundo de Saint Giorgio, Canavesi, nacido en 1860 para más datos, quien se había embarcado hacia América antes que Milanesi y que para entonces ya estaba afincado definitivamente en un lugar conocido en esos años como la finca Ñancahuasu, a pocos kilómetros de la frontera con Bolivia, hoy el pueblo de Tartagal.

Cuentan sus familiares que ambos quedaron atónitos y luego vino el saludo efusivo, el abrazo, el mirarse el uno al otro sin poder creer que el destino los haya reunido en un lugar tan lejano, tan distinto a lo que conocían en su tierra natal. 

Roffini ya vivía en su finca desde hacía algunos años y ese viaje a Orán marcó la vida de ambos para siempre. Hablaron durante horas y Roffini, familiarizado con la zona y la actividad económica con el sur de Bolivia ya que su esposa Luisa Oviedo era del pueblo de Caiza, le hizo una gran propuesta: “Tomá a tu esposa (Francisco ya se había casado en Jujuy con la italiana Teresa Testera y vivían en Perico), tus pertenencias y te vienes conmigo”. 

Y como lo que Francisco quería era trabajar, le tomó la palabra, llegó a Tartagal y comenzó siendo capataz de los carreros de la Standard Oil que por esos años tenía una intensa actividad. Los americanos estaban colocando los caños troncales para recibir el petróleo que producían en las sierras del oeste. Pero no había cómo hacerlos cruzar el cauce del río Tartagal (que era un arroyo que marcaba el límite sur del pueblo), por lo que los carros tirados por una yunta de 12 bueyes tenían esa dura misión. La estación todavía no existía y solo un vagón del ferrocarril hacía las veces de oficina donde se vendían los pasajes del tren que llegaba al margen sur del río. 

La familia en Tartagal 

Francisco y Teresa se instalaron sobre una calle de tierra que con los años habría de ser la avenida 20 de Febrero, paralela a las vías del ferrocarril que llegó al pueblo a partir de 1927. 

Puso una vinería que vendía por vasos a los obreros de la petrolera y del propio ferrocarril quienes, al terminar el trabajo, se reunían en la vereda de don Francisco a charlar y a cantar acompañados por cajas.

Los hijos de Francisco comenzaron a llegar. Esteban, Hugo, Francisco, Humberto, Héctor y Teresa. Cuando el ferrocarril llegó hasta Tartagal, dos vagones cargados con vino eran para Milanesi, que hizo construir una casita de dos plantas de madera, una verdadera postal del Tartagal de antaño.

A los vinos le siguieron otros productos como la cerveza y en 1930 comenzó con la venta de autos. Durante varias décadas la firma fue la primera representante de la marca Ford en el norte argentino. Los hijos de Francisco siguieron con su padre, Esteban en la venta de autos, Hugo haciendo repartos a bordo de un camioncito con ruedas macizas que funcionaba a kerosén. Humberto fue el encargado de atender el negocio y despachar las bebidas. Años más tarde, entre 1941 y 1948 la firma tuvo a su cargo la primera agencia del Banco de la Nación.

Ya bien afianzado en el pueblo, que de Ñancahuasu pasó a llamarse Manuela Pedraza como la estación de trenes, su amigo Roffini le propuso venderle la mitad de la propiedad de la finca que ya estaba parcelada y en cuyo loteo se había dispuesto de una hectárea para la plaza principal, que es hoy plaza San Martín. La otra mitad de la propiedad fue vendida a dos de los hijos, por lo que la familia adquirió así las tierras que van desde el pie de los cerros al oeste, el río Tartagal al sur, la quebrada Zanja Honda al norte y el Kilómetro 6 al este. 

Los más ancianos de Tartagal recuerdan a Francisco caminando desde su casa hasta la plaza apoyado en su bastón.

Su hijo Humberto falleció en 1986 y en su honor una de las escuelas ubicada en la zona norte lleva su nombre. La oranense Elena Guyer fue su esposa, hija de madre austríaca y padre ruso. En reconocimiento a su gran generosidad se impuso su nombre al primer centro nutricional de Tartagal. Falleció el pasado 6 de julio y, como sucedió con su marido y suegro, con ella se fue parte de esa historia rica, cálida y apasionante de quienes eligieron a Tartagal para dejarle sus años de juventud, pero sobre todo para dejar en las generaciones por venir esa impronta, esa característica tan propia de esta ciudad que tiene el orgullo de ser un verdadero crisol de razas.

Carlos Milanesi

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