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Maduro busca aliados en el mundo islámico

Miércoles, 20 de septiembre de 2017 00:00

En una desesperada búsqueda de auxilio internacional ante su creciente aislamiento regional y la escalada de sanciones económicas implementadas por Estados Unidos, el presidente Nicolás Maduro formalizó la incorporación de Venezuela como miembro observador en la Organización para la Cooperación Islámica (OCI), nacida en 1969, que nuclea a 57 países musulmanes. Maduro asistió a la conferencia de la OCI, celebrada en Kazajistán (una exrepública soviética situada en el corazón de Asia Central), donde mantuvo reuniones con varios de sus colegas islámicos, entre ellos el mandatario iraní, Hasan Rohani, con quien profundizó la antigua alianza estratégica entre Caracas y Teherán, anudada en tiempos de Hugo Chávez. No es casual que Adán Chávez, hermano mayor del líder desaparecido, haya acompañado a Maduro en este singular periplo. Esa extraña presencia de Maduro en el cónclave de la OCI estuvo en principio justificada protocolarmente por su condición de titular del Movimiento de Países No Alineados (MNOAL), una vetusta organización internacional creada en Belgrado en 1961 para congregar a países del Tercer Mundo presuntamente neutrales en el conflicto entre EEUU y la Unión Soviética, pero que tras el fin de la guerra fría perdió su sentido y pujanza originarias para transformarse en un reducto de antinorteamericanismo. El mandatario venezolano asumió la presidencia del MNOAL en 2016, cuando Caracas fue sede de la reunión trienal de jefes de Estado de la organización. Pero una vez en Kazajistán arrojó esa máscara diplomática para sacar a relucir el verdadero rostro político de su visita. Una peculiariedad de la OCI, que realza su importancia geopolítica, es su capacidad para moverse al margen de los intereses divergentes y los enfrentamientos sectarios que dividen a los países islámicos. Esa predisposición a colocar la cooperación económica por encima de los conflictos le permite, por ejemplo, armonizar posiciones entre el Irán chiíta y sus rivales de las monarquías petroleras sunitas del Golfo Pérsico. En ese sentido, funciona como una versión ampliada de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), creada en 1960, donde esos adversarios irreconciliables también conviven. Venezuela fue socio fundador de la OPEP y en tal carácter cultiva desde hace décadas, mucho antes de la irrupción de Chávez, una sólida vinculación económica con el mundo árabe. Esta referencia a la OPEP no es arbitraria. Todos los países exportadores de petróleo, incluso Rusia, que no forma parte de la OPEP, comparten el interés por evitar el descenso del precio del producto, una caída que lesiona sus economías y que en el caso de Venezuela amenaza convertirse en un golpe mortal. Esa coincidencia incentiva la alianza entre Irán y Rusia y, en otro plano, ilumina el acercamiento entre Moscú y Caracas. La empresa estatal rusa Rosneft tiene inversiones significativas en los yacimientos venezolanos. Sediento de capitales, Maduro pretende que Rohani imite los pasos del líder ruso, Vladimir Putin. No le será fácil: a Irán le sucede lo mismo que a Venezuela y está ansioso por atraer inversiones extranjeras para su sector petrolero, un camino que parecía abierto con el acuerdo suscripto con EEUU durante la presidencia de Barack Obama pero fue bruscamente clausurado con el ascenso de Donald Trump.

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En una desesperada búsqueda de auxilio internacional ante su creciente aislamiento regional y la escalada de sanciones económicas implementadas por Estados Unidos, el presidente Nicolás Maduro formalizó la incorporación de Venezuela como miembro observador en la Organización para la Cooperación Islámica (OCI), nacida en 1969, que nuclea a 57 países musulmanes. Maduro asistió a la conferencia de la OCI, celebrada en Kazajistán (una exrepública soviética situada en el corazón de Asia Central), donde mantuvo reuniones con varios de sus colegas islámicos, entre ellos el mandatario iraní, Hasan Rohani, con quien profundizó la antigua alianza estratégica entre Caracas y Teherán, anudada en tiempos de Hugo Chávez. No es casual que Adán Chávez, hermano mayor del líder desaparecido, haya acompañado a Maduro en este singular periplo. Esa extraña presencia de Maduro en el cónclave de la OCI estuvo en principio justificada protocolarmente por su condición de titular del Movimiento de Países No Alineados (MNOAL), una vetusta organización internacional creada en Belgrado en 1961 para congregar a países del Tercer Mundo presuntamente neutrales en el conflicto entre EEUU y la Unión Soviética, pero que tras el fin de la guerra fría perdió su sentido y pujanza originarias para transformarse en un reducto de antinorteamericanismo. El mandatario venezolano asumió la presidencia del MNOAL en 2016, cuando Caracas fue sede de la reunión trienal de jefes de Estado de la organización. Pero una vez en Kazajistán arrojó esa máscara diplomática para sacar a relucir el verdadero rostro político de su visita. Una peculiariedad de la OCI, que realza su importancia geopolítica, es su capacidad para moverse al margen de los intereses divergentes y los enfrentamientos sectarios que dividen a los países islámicos. Esa predisposición a colocar la cooperación económica por encima de los conflictos le permite, por ejemplo, armonizar posiciones entre el Irán chiíta y sus rivales de las monarquías petroleras sunitas del Golfo Pérsico. En ese sentido, funciona como una versión ampliada de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), creada en 1960, donde esos adversarios irreconciliables también conviven. Venezuela fue socio fundador de la OPEP y en tal carácter cultiva desde hace décadas, mucho antes de la irrupción de Chávez, una sólida vinculación económica con el mundo árabe. Esta referencia a la OPEP no es arbitraria. Todos los países exportadores de petróleo, incluso Rusia, que no forma parte de la OPEP, comparten el interés por evitar el descenso del precio del producto, una caída que lesiona sus economías y que en el caso de Venezuela amenaza convertirse en un golpe mortal. Esa coincidencia incentiva la alianza entre Irán y Rusia y, en otro plano, ilumina el acercamiento entre Moscú y Caracas. La empresa estatal rusa Rosneft tiene inversiones significativas en los yacimientos venezolanos. Sediento de capitales, Maduro pretende que Rohani imite los pasos del líder ruso, Vladimir Putin. No le será fácil: a Irán le sucede lo mismo que a Venezuela y está ansioso por atraer inversiones extranjeras para su sector petrolero, un camino que parecía abierto con el acuerdo suscripto con EEUU durante la presidencia de Barack Obama pero fue bruscamente clausurado con el ascenso de Donald Trump.

Busca amigo lejanos

Más que a Washington, esa proximidad entre Caracas y Teherán inquieta especialmente a Tel Aviv. Para Israel, el poderío nuclear iraní es la principal amenaza real para su existencia como estado. Esta percepción ayuda a explicar el sentido de la reciente visita a Buenos Aires del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, quien aprovechó la oportunidad para alertar sobre la peligrosidad de la penetración de Irán en América Latina. Dicha advertencia tiene en la Argentina un elevado voltaje político, a la luz de los recientes avances registrados en las causas judiciales sobre el encubrimiento del atentado contra la AMIA, las denuncias del fiscal Alberto Nisman sobre el pacto argentino-iraní y las oscuras circunstancias de su muerte. Mucho más si se recuerda que fue Chávez quien impulsó el giro pro-iraní de Cristina Kirchner, que modificó su política exterior para permitir una negociación secreta que implicaba el suministro de petróleo iraní para paliar el déficit energético argentino. Todos los gobiernos de la región toman distancia de Maduro. Hasta en Cuba Raúl Castro prefiere cuidar la precaria reanudación de su diálogo con Estados Unidos. En Ecuador, el presidente Lenín Moreno desanda los pasos de su antecesor, Rafael Correa. En Perú, la actitud de Pedro Kuczysnki también contrasta con su predecesor, Ollanta Humala. Más significativo todavía es el giro copernicano de la Argentina, con la sustitución de Cristina Kirchner por Mauricio Macri, y de Brasil, tras el desplazamiento de Dilma Rousseff y su reemplazo por Michel Temer. En Uruguay, Tabaré Vázquez tiene ante el "chavismo" una actitud mucho menos condescendiente que Mujica y la renuncia del vicepresidente Raúl Sendic profundiza esa tendencia. En Chile, la previsible victoria en las elecciones presidenciales del candidato conservador, Sebastián Piñeira, augura un endurecimiento con Caracas, a diferencia de la postura dialoguista de la coalición encabezada por la mandataria socialista, Michele Bachelet. En Bolivia, Evo Morales hace gala de su pragmatismo para no quedar enredado en la defensa de una causa perdida. En Colombia, la desmovilización de las FARC le resta a Maduro una baza para hostilizar al gobierno de Juan Manuel Santos. La suspensión de Venezuela en el Mercosur patentiza ese aislamiento regional. Presionado también por la Unión Europea, que le exige una apertura política, y por EEEUU, que con Trump aparece más agresivo que con Obama, Maduro, que a su regreso de Kazajistán inauguró en Caracas una insólita "Cumbre Mundial de Solidaridad con Venezuela", busca apoyaturas fuera de Occidente. Más que como un rasgo del exotismo de Maduro, o de un súbito rapto de devoción por Alá, la incorporación de Venezuela como miembro observador en una organización de países islámicos adquiere entonces las características de un acto de desesperación.

 

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