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El teatro virreinal, de lo sacro a lo profano

Sabado, 13 de enero de 2018 00:00

Una de las expresiones culturales que ofrecía la vida en los virreinatos hispanoamericanos bajo la égida de los Habsburgos (siglo XVI) era las representaciones dramáticas, bajo el patrocinio de las instituciones indianas: la Iglesia y la administración política de las colonias.

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Una de las expresiones culturales que ofrecía la vida en los virreinatos hispanoamericanos bajo la égida de los Habsburgos (siglo XVI) era las representaciones dramáticas, bajo el patrocinio de las instituciones indianas: la Iglesia y la administración política de las colonias.

Las puestas en escena respondían a las ofertas del teatro misionero como el del teatro civil español y criollo. Pero las oportunidades para esas representaciones las proporcionaban las fiestas de la Iglesia: Navidad, Epifanía, la Pasión de Cristo, los días dedicados a un cierto número de santos. La fiesta del Corpus Christi era la que despertaba un mayor entusiasmo. Las piezas teatrales que se representaban entonces eran los autos en torno al sacramento de la Eucaristía. La supremacía del teatro religioso tradicional, ya en decadencia en la metrópoli, se debe por cierto a la enorme gravitación de la Iglesia en la vida cultural, sobre los indígenas pero también sobre los españoles. La gran importancia que la Iglesia posee es consecuencia de las funciones particulares que cumple como elemento de cohesión del mundo colonial. De finales de siglo XVI es la aparición en la América española de compañías teatrales ambulantes. Se construyen además por esas fechas las primeras casas de comedias: México (1597), Lima (1598). Con todo, las fiestas de la Iglesia y los acontecimientos notables siguen siendo la mejor oportunidad para el desarrollo dramático local hasta el siglo XVIII.

Este teatro misionero tuvo por objetivo lograr la catequización de los indios. Se ponen de manifiesto en esos casos recursos tales como el uso de las lenguas indígenas, las costumbres, las imágenes poéticas y los hábitos de pensamiento autóctonos. Los decorados figuraban paisajes del campo americano con sus aves, plantas y animales. Nace así el teatro signado por el mestizaje y al amparo de los clérigos.

El teatro misionero se originó en el territorio de la Nueva España, lugar en que logró su mayor expansión. De las crónicas militares y eclesiásticas, de los papeles de archivos, conocemos que las piezas representadas eran breves con intervalos de música y baile. Los temas diferían pero la mayor parte tenían como texto de inspiración a la Biblia y de la hagiografía. Los autores que se conocen son tres: Juan Pérez Ramírez (1545- ¿?) en México, Cristóbal Llerena (1540-1610), oriundo de Santo Domingo, y Fernán González de Eslava (1534-1601), nacido en España pero residente en México.

Música, baile, efectos especiales (los fuegos artificiales, símbolos macabros del fuego infernal), voces desde fuera del escenario, la presencia de elementos sobrenaturales y de una escenografía complicada añadían atractivo al espectáculo. Los actores, así como también quienes construían el decorado, eran miembros de las cofradías indígenas adjuntas a las iglesias.

Es notable el recurso de los elementos seculares que las obras utilizan: el cultivo del entremés, la aparición de algunas palabras de origen americano, las referencias a costumbres regionales, unido todo ello a las alternancias de unos cuantos momentos cómicos en las piezas religiosas, son características que se privilegian de ordinario. Estos intervalos cómicos en medio de la puesta en escena de temas sacros, era el alto en el camino para dar al auditorio la posibilidad de escapar del exceso de tensión que la explicación o la enseñanza de dogmas había dejado en el público. La integración de factores de esparcimiento se debe a la influencia del teatro renacentista español, pero también en parte a las expectativas de un público sin otras vías de diversión.

La Compañía de Jesús

La presencia de los sacerdotes jesuitas en tierras americanas, significó el advenimiento del teatro de colegio con la representación de piezas que combinan elementos bíblicos, alegóricos, clásicos e históricos. Al instituirse las representaciones escolares en América, se entendía que las piezas iban a ser escritas en latín enteramente. Ejemplo de obra para la representación escolar es el "Triunfo de los Santos" atribuida a Fernán González de Eslava, quien narra la persecución de los cristianos por el emperador Diocleciano y de la posterior intervención del emperador Constantino. Cada jornada (acto) consiste en una escena alegórica, en la que dialogan la Iglesia, la Fe, la Esperanza, la Idolatría, la Gentileza y la Crueldad.

Los jesuitas fueron precursores en el uso de la representación teatral como elemento pedagógico, y en las posibilidades que ofrece esta herramienta en la estrategia del proceso enseñanza-aprendizaje. Con la implementación del teatro de colegio, se intensificaba el conocimiento de la lengua latina a la par que configuraba un excelente recurso para la integración de los escolares. Por otra parte, estas puestas en escenas implicaban la aproximación a la aprehensión de contenidos de diversas disciplinas: Filosofía, Teología, Lengua latina, Moral, Historia, Arte. Una auténtica innovación en materia de transmisión del conocimiento en espacios áulicos en pleno siglo XVI.

El teatro de palacio

Tardíamente se desarrolló en Hispanoamérica un teatro de palacio. Hacia fines del siglo XVII, el virrey solía invitar a los oidores de la audiencia a ver junto a él una pieza recién estrenada por alguna de las compañías teatrales que se hallaban de paso. Después el establecimiento de pequeñas "academias", en torno a la corte virreinal, abrió las puertas al montaje de piezas escritas por letrados criollos, aunque condicionado esto es claro, a las pretensiones intelectuales del virrey.

El teatro hispanoamericano desde 1600 hasta mediados del siglo XVIII, período también llamado "Barroco de Indias", incluye algunas figuras del más alto relieve como Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza (1581-1639) y Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana, Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695).

Lima se mostró desde temprano como una ciudad muy aficionada al teatro, a tal punto que los funcionarios públicos solían descuidar sus obligaciones para no perder “la función”. En 1643 tuvo que intervenir el Rey, mediante una cédula que, en un tono poco cordial, recomendaba a los responsables de las posesiones reales velar más por los intereses de la Corona y olvidar un poco las veleidades “coreografistas”.

Por supuesto, el fastidio regio no tuvo mayor repercusión, y en el siglo XVIII, el teatro habría de celebrar su mayor triunfo sobre las ordenanzas, en la persona de María Micaela Villegas y Hurtado de Mendoza, “La Perricholi”, una de las mujeres más célebres del siglo XVIII, antecedente de las grandes divas del espectáculo.

En su niñez aprendió a leer y escribir, cosa poco común para las mujeres humildes de la época, y se aficionó a las obras de Lope de Vega y Calderón de la Barca. Gustó del canto y de la danza, y mostró vocación por el teatro, oficio considerado indigno e impropio para una mujer.

A los quince años debutó en el Corral de Comedias, el teatro fue su pasión y antes de cumplir los veinte años, su talento y elocuencia la convirtieron en la actriz de moda.

Dotada de imaginación ardiente y fácil memoria recitaba con suma gracia romances caballerescos y escenas cómicas.

Todos los días el teatro se abarrotaba de público, su fama trascendió los límites del virreinato.

Muy celebrada por su belleza y con unos deslumbrantes veinte años, inició un romance con el sexagenario virrey Manuel de Amat y Junyent Planella Aymerich y Santa Pau, Marqués de Castellbell, que se convirtió en la relación más escandalosa del siglo XVIII.

La joven actriz propició muchas de las construcciones que Amat realizó en su gobierno, tales como la Alameda de los Descalzos, la Quinta de Presa, el Santuario y Monasterio de las Nazarenas que albergaría la imagen del Señor de los Milagros, del cual era devota, y el Paseo de Aguas, entre otras. En 1788 se despidió de los escenarios y adquirió el Real Coliseo de la Comedia, llevando desde entonces una vida tranquila y consagrada a la administración del teatro.

Sus últimos años los dedicó a la oración vistiendo el hábito de las Carmelitas y realizando muchas obras de caridad que hicieron olvidar a los limeños los escandalosos años de su juventud.

Sus conciudadanos sintieron gran afecto por ella. A su muerte fue enterrada en la Iglesia de la Recoleta de San Francisco, y la noticia de su fallecimiento fue registrada por los principales periódicos de la época.

Horas libres

La concurrencia al teatro significaba en el Perú, disponer de varias horas libres, porque las representaciones incluían además de la obra principal, trozos de música, algún sainete, interludios y, para cerrar la velada, los aplaudidos ballets.

El repertorio, extenso y variado, incluía desde los autos sacramentales a los bailes a la pandereta, pasando por las zarzuelas, los sainetes, los dramas, las jácaras, los pasos de comedia, las loas y los “fines de fiesta”.

Las zarzuelas y los fines de fiesta podían contar con una concurrencia selecta: coroneles y generales, jueces, oidores y también el virrey, los que se clavaban en sus asientos y contemplaban embobados a las “cómicas”, que con ayuda de crótalos, platillos y panderetas rompían “la siesta de la ciudad”. No solía faltar un conjunto de tocadores de guitarra, mandolina, arpa y laúd.

Invenciones

El público gozaba con las invenciones de los grandes del Siglo de Oro español. Por lo común, las compañías estrenaban tres o cuatro comedias cada mes, las más recientes de España si era posible.

El río de pliegos provenientes de las casas de los libreros españoles parecía no tener fin. En Lima, y probablemente también en México, el dramaturgo americano que quería ver una obra suya sobre las tablas, estaba obligado a hacer frente a los costos de producción.

En algunas celebraciones especiales el escritor colonial podía obtener financiamiento del cabildo, que como autoridad era responsable de las celebraciones ciudadanas, y por tanto era el que creaba las condiciones para que el dramaturgo vernáculo insertara una loa de alabanza al virrey, o a cualquier otro de los funcionarios civiles y eclesiásticos presentes en el acto.

Ya fuera su objetivo catequizante, moralizante, pedagógico o simple esparcimiento, sacro o profano, el teatro fue una presencia necesaria en los primeros siglos en la vida de Hispanoamérica.

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