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El horrendo caso Sheila

Lunes, 22 de octubre de 2018 00:00

El asesinato de Sheila Ayala exhibe varios fenómenos. Se trata de un caso emblemático del mundo de la pobreza suburbana, un término polisémico abarcativo de muchísimas situaciones. Para evitar su uso abusivo es necesario aclarar, primero, que solo una minoría de los pobres participa de esa criminalidad cuyas principales víctimas son otros pobres. Luego, que estas fisuras del tejido social también se registran de diversas maneras en el resto de la sociedad. Planteados estos recaudos, es posible trazar un sucinto recorrido descriptivo del universo sociocultural de la niña. Confluye allí la usurpación de viviendas como la del local bailable en donde se sustanció el crimen con el consumo adictivo de drogas farmacológicas combinadas con alcohol y el paco. El hacinamiento y la promiscuidad sexual, que convierte a niños y jóvenes indefensos en víctimas propiciatorias, se conjugan con el estallido de redes familiares astilladas en facciones que tornan a sus hijos en objetos dilectos de venganza según los códigos carcelarios. Los abusos cometidos por padrastros, tíos, primos, -cuando no padres e incluso abuelos- son una anomalía recurrente. Su sordina en las clases medias y altas resulta allí menos disimulable por tratarse de generaciones más breves en las que conviven padres, abuelos y hasta bisabuelos. El barrio en donde Sheila vivió y fue asesinada evoca también las fronteras internas de los territorios suburbanos; en este caso, nítidamente delimitadas por un muro.

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El asesinato de Sheila Ayala exhibe varios fenómenos. Se trata de un caso emblemático del mundo de la pobreza suburbana, un término polisémico abarcativo de muchísimas situaciones. Para evitar su uso abusivo es necesario aclarar, primero, que solo una minoría de los pobres participa de esa criminalidad cuyas principales víctimas son otros pobres. Luego, que estas fisuras del tejido social también se registran de diversas maneras en el resto de la sociedad. Planteados estos recaudos, es posible trazar un sucinto recorrido descriptivo del universo sociocultural de la niña. Confluye allí la usurpación de viviendas como la del local bailable en donde se sustanció el crimen con el consumo adictivo de drogas farmacológicas combinadas con alcohol y el paco. El hacinamiento y la promiscuidad sexual, que convierte a niños y jóvenes indefensos en víctimas propiciatorias, se conjugan con el estallido de redes familiares astilladas en facciones que tornan a sus hijos en objetos dilectos de venganza según los códigos carcelarios. Los abusos cometidos por padrastros, tíos, primos, -cuando no padres e incluso abuelos- son una anomalía recurrente. Su sordina en las clases medias y altas resulta allí menos disimulable por tratarse de generaciones más breves en las que conviven padres, abuelos y hasta bisabuelos. El barrio en donde Sheila vivió y fue asesinada evoca también las fronteras internas de los territorios suburbanos; en este caso, nítidamente delimitadas por un muro.

Una estrategia defensiva muy corriente en las comunidades de origen paraguayo cuyo hermetismo las torna sospechosas a los ojos del resto de la vecindad. Hemos ahí otro de los rasgos extendidos en los barrios marginales: una xenofobia más intensa que en el resto de la sociedad; agravada, en este caso, por el hecho de que uno de los tíos y presunto asesino era un indocumentado con antecedentes delictivos. Primero, fue una violencia facciosa e ideológica hoy difuminada capilarmente en pequeñas causas totales atizadas por los efectos deletéreos de los estupefacientes. Luego, 15 años de estancamiento seguidos por dos expansiones: la primera, de signo modernizante pero socialmente excluyente; y la segunda, solo precariamente inclusiva y fundada en un régimen cleptocrático. Este naturalizó el delito mediante un frío cinismo negador o simulador como el exhibido por los parientes responsables del crimen. En suma, un tejido social desgarrado cuya restitución llevará varias generaciones si es que de veras estamos decididos a emprenderla.

 

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