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El domingo siete y la reacción del Diablo 

Dicen que este cuento dio origen a esa frase tan conocida que dice: “Ya salió este con su domingo siete”. 
Domingo, 07 de octubre de 2018 00:40

Hace tiempo, en un olvidado pueblito de Salta, habían dos hombres que tenían inmensos “cotobocios”. Cuentan que sus cotos eran tan grandes que los hombres cuando salían a la calle tenían que hacerlo con una carretilla “portacoto”.

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Hace tiempo, en un olvidado pueblito de Salta, habían dos hombres que tenían inmensos “cotobocios”. Cuentan que sus cotos eran tan grandes que los hombres cuando salían a la calle tenían que hacerlo con una carretilla “portacoto”.

Uno era Ramón, y el otro Jacinto. Ramón era tímido, razón por la cual, ya cansado de las burlas (bullying como dicen ahora) un día resolvió alejarse para siempre de su pueblo natal. En cambio Jacinto, el otro “megacoto”, era extrovertido, fanfarrón, y quizá por eso soportaba las pullas, aunque también vivía atormentado.

Ramón, resuelto a irse del pueblo, un día se echó al monte. Tomó su carretilla “portacoto” y partió con sus pocas pertenencias. Caminó tarde y noche, por selvas y montes, hasta que cansado se echó a dormir. Al día siguiente, continuó adentrándose en la espesura, hasta que al final de la jornada encontró un árbol inmenso que tenía limpito sus alrededores. Inspeccionó el lugar, observó su copa y descubrió que era posible subir con su “megacoto” a cuesta. 

Ramón, convencido de que ese era el lugar que tanto había buscado, decidió quedarse a vivir bajo ese hermoso Pacará, vaya a saber por cuánto tiempo. Acomodó sus cosas, hizo fuego, cocinó y al final subió como pudo hasta la rama más alta y gruesa para pasar la noche tranquilo, lejos de las alimañas rastreras. Se acomodó y a poco el sueño lo dominó. Durmió hasta la medianoche, cuando se despertó por el barullo de conversaciones que no entendía, pero que venían desde abajo.

Se asomó con sigilo por entre el follaje y vio unos bultos que parecían estar participando de una curiosa y animada reunión. Creía estar viendo visiones, pero a poco cayó en cuenta que estaba sobre una salamanca, donde los diablillos, al parecer, habían barrido alrededor del árbol y luego prendieron una gran fogata, de la cual emanaba un fuerte olor a azufre. Y sobre ella uno de los del averno disfrutaba tirando sobre las llamaradas víboras, rococos, sapos, ranas, lagartijas y gusanos de todo calibre y color.

Luego vio que después de un prolongado conciliábulo, los “astudos”, asidos de las manos comenzaron a bailar y cantar alrededor del árbol, como si fuera una ronda y diciendo: “Lunes, martes, miércoles tres”; “lunes, martes, miércoles tres”; y así sucesivamente. Y tanto insistieron con el estribillo, que Ramón, cansado de escucharlo, gritó desde lo alto del Pacará: ¡Miesca che! ¡jueves, viernes, sábado seis...!.

En el acto, el fuego se ahogó, los diablos se paralizaron mientras levantaban sus miradas, en medio de un silencio sepulcral. En la oscuridad, los saltones y rojizos ojos de los mandingas -que pueden ver en las más espesas de las noches- buscaban en lo alto del Pacará, al autor del agregado. Y así, hasta que ubicaron a Ramón, que acurrucado y espeluznado tiritaba “coto i’todo” en lo alto del árbol, arrepentido de haber dicho lo dicho.

Los maléficos, de un solo salto bajaron a Ramón, que horrorizado y hediondo por el susto esperaba ser sometido a las peores torturas del infierno. Y ya en el suelo fue sostenido en andas por las manos ardientes de sus captores, que también apestaban, pero a azufre y huevo podrido.

Alzado permaneció hasta que Satanás en persona se presentó con toda su pompa. Se acercó y le dijo: “Tu nuevo agregado me gusta y te estoy agradecido. Pedime un deseo y yo te lo concedo. Cualquiera sea tu pedido, en el acto se hará realidad”. Y dicho esto, Satanás hizo un chasquido con los dedos de “fierro” de su mano izquierda, de donde salió una llamarada que iluminó el monte y lo colmó de humo azufrado.

Ramón, sorprendido por la reacción favorable de los diablos -que sonrientes mostraban sus puntiagudas lenguas, sus afilados y grandes dientes, en tanto exhalaban un insoportable y fétido aliento- pensó de inmediato deshacerse del maldito coto. Mientras, ansiosos y con la sonrisa congelada, las criaturas del abismo esperaban la repuesta de Ramón, éste, tímidamente dijo: “Saqueme el coto pue”. Oído esto, Satanás chasqueó de nuevo sus dedos, y en el acto el coto cayó al suelo como zapallo. Luego rodando pasó sobre la cola de un diablo descuidado, quien al sentir que su extremidad trasera se molía, dio un desgarrante alarido, mientras lanzaba maldiciones de todo calibre, que casi causan la muerte de Ramón de susto y espanto.

El terrible castigo de Mandinga en la salamanca 

En la casa del Diablo esta prohibido mencionar el día del Otro.
 
Luego de la veloz extirpación de su inmenso coto por parte de Satanás, Ramón tímidamente recogió sus escasas pertenencias y de inmediato emprendió el regreso a su pueblo. Ya de lejos, logró escuchar a la diablada de la Salamanca, cantar con gran entusiasmo: “lunes, martes, miércoles tres; jueves, viernes, sábado seis”. 

Y no bien llegó al pueblo, en una esquina se encontró con Jacinto, el otro megacoto, quien sorprendido le preguntó cómo se había deshecho del coto. Ramón le contó todo al detalle y, casi sin escuchar el final, Jacinto salió lo más rápido que pudo rumbo al monte a buscar el pacará, al que luego de dos días encontró, subió y esperó ansioso la noche. 

A las 12 en punto llegó la diablada, que mientras esperaban a Mefistófeles contaban a viva voz sus maldades del día entre sonoros cuescos y risotadas. 

Finalmente, cuando llegó Satanás la fiesta se armó. Los diablos tomados de las manos cantaban en torno al gran tronco, “lunes, martes miércoles tres; jueves, viernes, sábado seis”. Jacinto, en lo alto del árbol no esperó mucho y al escuchar “sábado seis”, a todo pulmón gritó: “¡Domingo siete!”. En el acto la ronda diablera se paralizó, todo se hizo silencio, la gran llamarada se ahogó. Los diablos furiosos buscaron al osado cristiano que se había atrevido a nombrar, en esta salamanca chica, nada menos que al “Domingo”, el día del Otro. Y acto seguido, un diablo ágil como un mono trepó al pacará y a coscorrones y patadas bajó al coto Jacinto.

Ya en el suelo, Mandinga impuso silencio. Pidió buscar el coto de Ramón que aún permanecía tirado a una orilla de la ronda. Luego que se lo entregaron en bandeja, se lo adosó de un golpe al mismo lado del coto propio, quedando Jacinto con dos inmensas protuberancias en el cuello. Luego, propinándole una palmada hirviente Mandinga le dijo: “Esto te pasa por opa. ¡Ya te vua dar que me vengas con un Domingo siete” y dicho esto, Jacinto salió rumbo a su pueblo portando su “hipermegacoto” en carretilla.

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